Q VES CUANDO NO VES?

Q VES CUANDO NO VES?

lunes, 28 de octubre de 2013

La leyenda de los tres "reyes magos"

Cada noche que vuelvo a casa, vuelvo un poquito al pasado. Cerca hay un lugar especial y místico.
En realidad, no es tan cerca ya que para pasar por ese mágico pasaje, doy un rodeo algo irregular y a destiempo, antes de llegar. Me desvío unas cuadras del final.
Es que me gusta mucho pasar por allí.
El pasaje en cuestión, es el Pasaje Martín pescador. Quienes lo conocen saben de lo que hablo.
Quizás uno de los lugares más inesperados de toda la capital federal. Es como una pequeña viborilla que nace a mitad de una calle que no dice nada, como un corte a hachazos y tras avanzar unos metros y cruzar un umbral tipo medieval, cubierto de una enredadera eterna, se transforma en un bosque mágico. Si, una pequeña aldea típica de los pueblitos de Europa del este. La calle es  disparejamente empedrada, veredas cortas y tapizadas de hierba, casi sin baldosas, una pequeña y pintoresca plaza que hace de panza del pueblito, entre las tres las cuadras que dura el trayecto, y una ultima cuadra con árboles boscosos, hiedras selváticas, flores, plantas inexplicablemente gigantes  para una ciudad, y casitas artesanales, de gatos gordos perezosos  y satisfechos por doquier. Pocos rastros de cemento en la acera y unos inusuales nichos de cosecha urbana. Es una delicia de pasadizo, tranquilo y cuidado comunitariamente por todos los vecinos que hacen suya la vegetación y la cuidan prodigiosamente como si se tratase de un lugar común a todos. Se ensancha una cuadra, se afina a la otra y vuelve a tomar caudal en la última curva, donde misteriosamente vuelve a morir a tan solo dos cuadras de la misma calle donde nace. Y para terminar, en la última casa, en una especie de jardín abierto, inmenso y frondoso, con un mural antiquísimo estampado, de un verdadero pájaro Martín Pescador pescando en mar abierto. Una obra de arte a la intemperie más hostil.
Los pocos autos que pasan por ahí, lo hacen solo para ir o salir de sus casas, ya que es un camino sin sentido, que te saca y te trae al mismo lado solo que un poco más atrás. Quizás y pensándolo bien, es una linda forma de volver al pasado unos instantes.
Perderte dos o tres minutos en un pueblito lejano del pasado más simple, y sin darte cuenta volver al presente gris rápidamente.
Lo cierto, es que cada vez que puedo y tengo algo de tiempo, especialmente al atardecer, me pego una vueltita por allí, como cuando lo recorría en bici de chiquito. De punta, a punta, total son tres cuadritas nomás.
Paro un segundo en la placita, semivacía, y nada. Simplemente, nada de nada un ratito.
Es un pequeñísimo refugio enclavado en la ciudad, un mini bosque encantado. Hasta hay enanos esparcidos metódicamente desordenados.
 Y como no soy el único coyote que anda por allí, ya me hice de un par de conocidos, solo conocidos.
Los que me conocen lo saben bien, no soy un tipo de tener, ni de hacer muchos amigos. Mi carácter hosco, acido y sincero,  no me convierte en la mejor compañía. Pero para mi mala fortuna, muchas veces esas son las cualidades que más atraen a los demás errantes. Pero ese es otro tema.
 Así que sin darme cuenta y sin querer, me convertí súbito en un adjunto, aunque lejano, de una pequeña perrería que abreva, de vez en cuando, en la placita placida y verde..
Llegan rugiendo de a grupos, o pares, y cordonean las motos por donde pueden y quieren, y directo al pastito, a charlar a fumar y a beber espirituosos. En pequeñas moléculas desarmadas y dispersas.
Al principio, me miraron raro, aquel tipo solo en un costado, apoyado en “V” en una punta lejana, no parecía confiable, quizás hasta sospechoso; además lejos soy el más “viejito”,  pero al tiempito, aflojamos los colmillos. Y de a poco, alguna vez, con alguna pregunta aislada y alguien que me reconoció del barrio,  me acercaron a la “fogata”, y yo pausado como un perro apaleado alguna que otra vez me senté al fogón.
 Aunque, para se sincero, en general me mantengo a cierta distancia, como siempre en la mía.
Serán diez o doce, que van variando según el día o la hora.
Lo cierto es que me recuerda la época en la cual el puente de la Av. San Martín estaba cerrado y los pibes nos juntábamos bajo el túnel a “huevear” toda la noche.
 Igual que ahora.
Nos divertíamos, fácil y simple.
Solo tomado algo, charlando y mirando las “caras de póker”, que cada noche salían del “telo”, sutilmente escondido por allí, entre brumas y pinos.

Allí en el bosquecillo, una tarde y de casualidad. Escuche por primera vez la leyenda de los “Reyes Magos”.
Eran  tres, uno bien morocho, de  dreadlocks negros hasta la cintura, algo sucios; con campera militar y bastante grandote y desalineado. Siempre con un pañuelo negro con calaveras, cubriendo, lo que para mí, disimulaba una calva. El segundo, un petiso facineroso, con cara de loco y malo. Siempre ojerudo bajo lentes negros, pelito corto tipo “marine”.Dicen que su  perro, un Bull musculoso, es el más malo del barrio y que ya tuvo varios encontronazos con vecinos por ese tema.
 No soy de juzgar a la gente, pero la verdad es que no me sorprende.
El tercero, según dicen, el más normalito de todos, un gordito bueno, hablador y entrador. De visera reglamentaria y toqueton con los amigos que siempre andaba a las apuradas con un andar medio frenético. Además de siempre,  gesticular y festejar por demás,  cada chiste. Siempre “puesto”.
Cuentan que eso, lo de “Los reyes magos”, nació porque “camelleaban” en la calle todo el día. (Para aquel que no conozca el termino, “camellear” es simplemente transportar y entregar merca puerta a puerta), y porque siempre andaban de a tres llevando "regalos".
 Levantaban los paquetes en el oeste más profundo, en la villa 1-1114 y la llevaban a los distintos lugares de la ciudad. Llevaban sus regalos con habilidad y sincretismo.
 Un trabajo riesgoso, pero redituable, y hasta cierto punto pulcro. Y a simple vista parece así. Las mejores y más potentes motos que andan por allí, son siempre “camellos” o “motochorros”.
Creo que alguna vez me los crucé, pero con un simple ademán de cabeza alcanzó para la formalidad.

Pero, como todos los cuentos, siempre tiene un final.
 Un día los “reyes magos”, tenían una entrega extra, de “regalos” en Belén.
 Para ser más exactos en Belén al 100, frente a las vías del Sarmiento.
Al parecer era un buen cliente y si bien el horario era extraño, los “reyes magos”, cruzaron al oriente siguiendo su buena estrella. Según cuentan tenían un proyecto de pequeña PYME, mezcladora y diluyente, independiente y naciente entre manos, y como les contaba, creían que su  estrella los acompañaría un vez más. Y cruzaron al oriente.
Lo cierto, es que allí, los esperaba inesperadamente José.
 Un duro viejo carpintero, exiliado a las patadas, del norte hambriento, y que la vida lo había llevado a construir una suerte de pesebre precario en el terreno entre la pared y las vías. Entre chapas y maderas, José, no tenía nada. Solos  algunos colchones viejos entre pajas, alguna manta raída y algo de madera húmeda para el fuego. Una choza en plena ciudad.
 Vacío, conservaba, algunas oxidadas y carcomidas herramientas, de su antiguo oficio, que le servían para alguna changa barrial y los clásicos y fieles animales huesudos que siempre acompañan a los hombres en las malas. Nada más.
Salvo un hijo, muy querido y perdido. Un pibe, aun tibio y azul envuelto en una sabana sucia, con los pulmones infestados de raticida mezclado y diluido con yeso,  fósforo de tubo  fluorescente y naftalina. Ya sin tiritar, y con los ojos blancos y ciegos.
 
 Los “reyes”, confiados bajaron con los “regalos” prometidos.
El primero en caer fulminado por un martillo vengador, fue el negro de campera militar y dreadloks. Cayo seco y pesado, como una bolsa de papas.
 Se había metido en el pesebre confiado y  sin  casco, y el certero mazazo llego de la nada. El petiso, con cara de malo, atónito, fue el blanco de un botellazo certero, que se le filtro entre la visera del casco y lo arrodillo tras el vendaval de patadas precisas. Y ya fue tarde para la reacción, los huesos se quebrantaron chasqueando al unísono. El gordito zafó, ya que nunca se había bajado. Y, sin más y a las apuradas, sacó al “camello rumiando profundo y esforzado, entre matorral y barro, a las apuradas. Y así  se perdió como pudo profundo en el desierto. Para siempre.  

Cuando por fin el huracán cesó, cuentan que pateó a la calle, fuera de Belén a lo que quedaba de los “reyes” y los escupió con una furia vengativa, y luego delicadamente  solo cubrió con una frazada al cuerpo frío de su pibe y lo besó en la frente. El pibe ya no estaba.
José, el viejo carpintero, se  sentó frente al recuerdo inerte y perdido solo esperó.
Esperó un milagro.

Los poli tardaron algo más de una hora en llegar, junto con la ambulancia. Y allí lo maniataron sin dificultad. Sin resistencia.
Les costo algo despegarlo de la sillita. Pero nada más.
Mientras lo arrastraban, su mirada seguía fija en la frazada allí en el piso. Seguía allí esperando el milagro.
Pero como por aquí, por el sur, andamos medios escasos de milagros, nada sucedió.

Y allí en Belén una tarde noche, más exactamente Belén al 100, la leyenda de los “tres reyes magos" llego a su fin y se transformo en cuento. Un cuento para niños y no tanto.     

 

q ves cuando no ves?


Y aqui el pasaje hacia el pasado, solo para refrescar la vista. y volver atras un ratito. 


  

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