Q VES CUANDO NO VES?

Q VES CUANDO NO VES?

miércoles, 24 de julio de 2013

Nuevamente engañado o la historia de Maxi.

EL PROBLEMA CON LOS HAMBRIENTOS Y NECESITADOS,
 ES QUE MOLESTA DARLES
Y MOLESTA NO DARLES.
                                      
Friedrich Nietzsche
   
Hay algunos personajes en la ciudad que merecen un capitulo aparte.
En general, cuando vagamos con los ojos vacíos por las calles, ya sea por miedo o por desden, con nuestros ojos polarizados protegiéndonos; nos perdemos seguramente de conocer una fauna loca y anárquica que hormiguea en silencio y casi por detrás de nuestras vidas simples.
Algunos van de aquí para allá, en silencio pero con un objetivo claro.
Son seres especiales, algunos oscuros y siniestros, con fines sombríos y desconocidos. Ojos amarillos acechando desde la oscuridad.
Otros por el contrario, son victimas inocentes acorraladas en el cemento que como ánimas en penas flotan a la vera del viento y sus sutiles bailes. Como el caso de “Rolito”, que vaga por el barrio y ya me tiene calado, y que cada vez que salgo a la noche a pasear al perro, me manga algo. Fasos, una moneda, un plato caliente, o un saludo. Hasta un para de viejos buzos míos, ligó de casualidad, cuando la patrona me los descarto por viejo y agujereados, sin mi consentimiento.
Y hay algunos… pequeños puntitos casi invisibles, minúsculos, que tiene un plan claro y subterráneo. Pequeños aprendices de héroes, que casi como inadvertidos entre la colmena se deslizan y de las formas más insólitas dan un mano.

Esta es la historia de “Maxi”.
La primera vez que me lo topé, a unas pocas cuadras de volver a casa, un día de frío. Ahí ya noté algo raro.
El pibe, de unos veintipico de años largos, mangaba en una esquina, a la salida de un semáforo lento y colmado.
Pare un segundo la moto y me quede, mirando el show.
Un muy buen jean, una buena remera desordenada, buzo al tono, y unas zapatillas perfectas y limpias. Era un pibe rubión, medio pecoso, y flaco. Pelo largo con algunos dreadlocks desparramados, ojos azules, y tatuado a más no poder. Atlético y sobrador.
La típica imagen del “surfer” ganador, que aunque intente jamás pude ser (dos costillas eternamente fisuradas son testimonio de mis caídas frecuentes).
Maxi revoloteaba entre los autos como un ave de rapiña y mangaba, el muy ladino mangaba, con esa pinta de “pibe bien, el turrito mangaba entre los autos, como un buitre.
Se movía a velocidad luz entre corte y corte. Iba de de un extremo al otro entre corte y corte, como un lince. Se abalanzaba sobre los autos, sobre las ventanillas y con una cara repleta de dientes le pedía algún billete a los  herméticos automovilistas. Sus principales víctimas, las mujeres.
Pasaron diez o quince minutos, y entre luz roja y luz roja; el tipo seguía a fondo con su rutina. Endemoniadamente.
Me dejo pensando el muy vil.
Hice una cuenta rápida, mientras aceleraba a fondo.
-“El tipo este levanta, mínimo dos pesos por parada, y hace en cuatro minutos dos paradas, o sea que…..en una hora levanta unos cincuenta o sesenta  mangos? A dos minutos la parada.”. Suponiendo que no llegue a hacer alguna vuelta y minimizado alguna probabilidad.
Algún calculo, hice mal.
 Frene en seco,  para revisar mis cuentas y las minimice a un peso por vuelta, para reducir probabilidades. –“sí el tipo este levanta un por vuelta…. entonces son dos pesos masomenos, lo que me lleva a…. “.Me mareé. Nunca fui bueno para los números míos imagínense, para los ajenos.
 Lo única que me di cuenta es que de arriba, el flaco, se llevaba un billete digno, y no se mataba arriba de una moto o debajo de un auto, como yo.
Reconozco que una dulce bronquita me comenzó a supurar durante todo el día.
El “surfer” entre los autos, o era un “vivo bárbaro” o era un “garca de proporciones”. Pero como los juegos están hechos para los que juegan y yo hace rato me retiré, volví a casa, sumiso como un cachorro a tomar la leche.
Otra noche a no dormir.


Un nuevo día,una nueva tardecita, otra vez el semáforo y otra vez lo veo, allí danzante entre los autos.
Solo que esta vez estacione, la moto y me quede un rato mas al acecho, intentando descubrir sus seguras mañosas intensiones.
El tipo va y viene, y para colmo; cuando pasa por tercera vez a mi lado me guiña cómplice un ojo y me palmea la espalda diciéndome a media vos –“Esta linda la motito…”.
Me gastaba como a un infante.
Así pasaron tres vueltas, y el tipo en la suya, cada tanto guiñándome un ojo o haciéndome una seña amiga.
Ahora si, estaba seguro.
Era un zorrito, un engañador aficionado y aprovechador.

-“Me boxeo, o me rajo”, pensé mientras encendía la moto. Me calcé el casco y calentito arranqué.
De pronto, una mano me detiene por detrás, me da un par de golpecitos secos en el casco.
Era ni más ni menos que mi nuevo “amigo”.
-“Como andas, bien? Note que paraste a mirar, ¿te resulto divertido?”
Listo sin lugar a dudas, habría boxeo callejero.
-“Mi nombre es Maxi, todo bien. Ya te vi un par de veces pasando por acá a la tardecita. Vos sos Pepo, no?
  Me cayó un rayo del cielo justo en ese momento.
 Sabía aquel sobrenombre que solo conocen dos o tres personas, y creo que alguna está muerta ya. El sobrenombre de mi infancia, que creo haberlo escuchado por última vez hace treinta años. El sobrenombre del barrio, aquel que te ponen y te tenes que bancar aunque no te guste ni un poquito, pero que a la larga te acostumbra. El nombre secreto para todos, los que me conocen.
Pepo, así me llamaban cuando vagaba por las calles de Paternal y Villa del parque, sin rumbo fijo, e indefectiblemente nos conducía al viejo bar Yatasto en Jonte y San martin, donde nos refugiábamos a mirar un viejo televisor en blanco y negro, para luego escondernos bajo el puente a charlar, tomar, y de vez en cuando pelotear hasta tarde la noche, y no siempre en el mismo orden.
-“¿No te dicen Pepo a vos?”
-“Si, así me decían, pero hace mucho, muchísimo”
-“Ok, ya nos conocemos, yo soy Maxi, vos sos Pepo. Viste que fácil?
Evidentemente mi cara de asombro, no lo hacía tan fácil. Así que Maxi, gesticulando irónico me lanzó.
-“Yo Maxi, tu Pepo”
- “Podes decirme Ale, un gusto conocerte, aunque no tengo la menor idea de que es lo que hago acá, ni como me conoces?”
-“ Como te conozco es un misterio que tendrá que esperar, por lo otro evidentemente te estas divirtiendo viendo mi pequeña obrita en el semáforo, no?
Fui directo al punto.
-“Loco, no jodás. Te haces el pobrecito, la rata, y le comes la guita a la gente.
Pensé que Maxi se enfurecería conmigo, pero sonrió me abrazo y me llevo hasta la mitad de cuadra. Allí se apoyo sobre una moto con total comodidad y me hizo una seña para que yo hiciese lo mismo.
-“Tranqui, la moto es mía”.
Ambos sabemos que cada jinete es celoso de su corcel.
Me resigne, era más de lo que podía entender.
-“No entendes nada, no? Vení, dame un pucho y acompañame a la otra cuadra.
Así, caminamos una cuadra para adentro, donde los arboles son mas grandes y más negros.
Yo seguía sin comprender nada, e infructuosamente preguntando como él sabia de mí.
Al llegar a la esquina me señaló.
Había una chica de unos dieciséis o quince añitos. Abrigada a trapos y con un pequeño crio mocoso y arropado entre sus ropas, colgadito como un cangurito. Al costadito, sentado frente a un tacho de basura estallado, y jugando con dos botellas aplastadas, otro pequeñín de unos tres años. Con un buzo mal cosido sobre otro, un pantalón de gimnasia remendado, las medias dentro del pantalón y unas zapatillas arrasadas por los agujeros. Mocos y llantos.
La piba, pedía minuciosamente y avergonzada entre los autos violentos y ciegos, mendigaba alguna moneda, algún caramelo, alguna prenda.
Una voz finita y azul, salía chiquita de su boca morada.
-“Lo ves ahora?”
-“No. La verdad es que no entiendo nada, ¿le estas zarpando la gente a la piba?”
-“No nene, le hago de filtro o de escudo. Acaso te pensas que alguien me tira una moneda a mi?. Se escapan como lauchas, quien me va a dar algo?. Lo que pasa es que ni bien me dejan atrás los atrapa este semáforo y los agarra ella. La diferencia es devastadora, y creeme que a ella le dan siempre algo. Conmigo se ven así mismos , con ella ven aquello que no quieren. yo los ablando, les pongo la medida bien alto del desprecio, me odian un ratito y como luego del odio inmediatamente viene la humanidad, desbarrancan justo acá. Con ella, ¿Cuánto se pueden escapar?. Pueden eludirse, a si mismos, pero no la realidad. Yo les saco la anestesia, por decirlo de alguna manera.los despabilo, del sueño un ratito y ella los mete en la pesadilla de lleno.
Por fin comprendí.Todo era un engaño. 

Al ratito, cuando la oscuridad comenzaba a arañar, la piba llamo a Maxi entre murmullos.
 Le dio un beso cálido y agradecido en la mejilla, cargó a los críos y se fue solita de toda soledad, caminado cansada y pesada. Los críos durmiendo juntos en sus hombros flacos, delicados y desvencijados.
Maxi me levantó los dos pulgares feliz. Yo asentí como un idiota iluminado.
-“ Pasate otro día y nos tomamos unas cervezas, ¿ok Pepo?
Ok, conteste, y caminado pateando una piedrita llegue a la moto.
Maxi, se quedo por allí charlando con una rubia bastante fuerte.
Llegue a casa extrañamente silenciosa, agarre la guitarra, pero solo me quede pensando en silencio un rato.
La verdad es que hay tipos que la tiene clara y... yo aqui, engañado e iluminado..        
             
      
Q ves cuando no ves?

Nota: imposible sacarle fotos a Maxi, pero supongo que no van a faltar oprtunidades.

jueves, 18 de julio de 2013

Un hueco y una puerta.


Hay puertas que indefectiblemente se cierran para siempre.
 Algunas que simplemente cerramos a propósito, hay otras que nos cierran otros, y hay algunas que solo se cierran en silencio; sin eco y sin ruido. Algunas se cierran solo porque no conducen a ningún lado y otras porque las cerramos para sentirnos seguros y tranquilos. A veces es solo el paso del tiempo y otras veces la inmediatez de lo presente.
Solo de algo estoy seguro, aquellas puertas cerradas seguramente nunca vuelvan a ser abiertas otra vez.

No me sobran los momentos de libertad absoluta. Para ser claros, creo que a nadie le sobran. Vivimos corriendo de aquí para allá con y sin sentido muchas veces. Marcados como en una “ejecución” por el reloj de rigor. A veces el tiempo, al que consideramos de nuestro lado, nos corre de atrás comiéndonos la cabeza y sin darnos cuenta, nos fumamos un día entero si ni siquiera chistar. Los días, como las olas del mar, van y vienen y ni siquiera en ese frenesí nos dan un mínimo resquicio de libertad, aunque nos guste creer lo contario y así, al final nos encontramos con los bolsillos vacíos, como a la salida del casino. Creemos que porque miramos algo de televisión, solos a la noche o que cuando salimos a divertirnos somos libres, pero dentro muy dentro sabemos que no es así. Vacaciones, cenas, fiestas, solo placebo para el alma presa.
 Son solo momentos, pero escasean, como la buena voluntad. Y aun así jamás son momentos absolutos.

Pero cada sábado por la mañana, antes de entrar a trabajar, bien temprano tipo siete, encuentro un huequito pequeño de libertad y lo aprovecho bien a fondo.
Es un hueco de libertad de quince minutos o a lo sumo veinte. No más. Son suficientes..
Soy como un lobo viejo, que se escapa unos minutos de la tranquilidad durmiente y caliente de la jauría y se manda al bosque helado solo, para recorrerlo en silencio. Para redescubrir sus viejas huellas ya caminadas.
La calle siempre vacía, y especialmente en invierno cuando se torna sumamente gris y  acogedora, como un bosque escarchado. Me meto en la bruma, en mi bruma…y soy feliz.
Generalmente, me tomo un café mañanero en silencio, y desayuno un cigarrillo negro.
Tipo siete y media, me empiezo a desnudar de las cosas de la semana y me preparo para salir al bosque.
El sábado, no llevo ni el celular, ni el manojo de llaves enorme, ni billetera, es mas ni siquiera me pongo el casco.
 Me sumerjo en mi pequeño huequito de brisa casi sin equipaje.
 Ni siquiera agarro la moto negra y roja que uso para trabajar, la moto tipo “cross” o como la bautizaron algunos amigos la “motochorra”, por el aspecto aguerrido y el motor picante.
Agarro a la “petisa”, la moto de paseo, la negrita, tipo chopera. Incomoda para trabajar pero mucho mas agradable para viajar, para que el viento te deje marcas bien profundas en la cara..
Bien livianito, arrastro lentamente y en silencio la moto a la calle para no despertar a nadie, ni siquiera al perro, que de todas maneras intuye mi escapada y me da la despedida de rigor antes de volver a tumbarse junto a las maderas ardiendo.
Y ahí voy, como aquel lobo viejo. Ligero de equipaje, dispuestos a disfrutar al máximo aquel momento pleno de libertad.
¿Cuantos pueden decir lo mismo?
Recorro lentamente, muy lentamente las calles húmedas, mudas y claroscuras.
 Solo el ronroneo de la “petisa” se escucha en el mundo, voy solo con mis pensamientos.
Árboles helados, deshechos, pajonales y pequeños laguitos congelados.
 Paseo libre entre los barrenderos que me conocen y saludan, y zigzagueo a algún que otro tambaleante sobreviviente de la noche y surfeo en un asfalto frío.
 El viento fresco me rejuvenece, el silencio me abriga y hasta el rocío seguramente contaminado, me parece agradable.
Son  solo quince o veinte minutos, pero absolutamente libres, míos.
A veces paro un instante frente al viejo edificio de un amigo que ya no esta, otras cruzo frente a la casa de aquella vieja novia que tanto me marcó y otras simplemente me dejo llevar por recovecos de la mente o de la calle, y serpenteo sin sentido un rato.
Nada especial, aunque bastante especial.
Solo un momento de absoluta libertad.


El último sábado había dormido extrañamente bien y profundo, y  hasta soñé.
En el sueño, estábamos mi primo y yo, en la casa de mis abuelos maternos. Una casona inmensa y misteriosa para nosotros. Un laberinto de de habitaciones mágicas, secretas y prohibidas. Cuadros, fotos, pequeños adornos a miles. Fotos viejas, algún pergamino en un idioma lejano e incomprensible y baúles llenos de caramelos, siempre listos para sus nietos. La vieja heladera Siam, cargada  exageradamente de fiambres y comida, huellas de la guerra. Placares con corchos, alambres, sogas, pilas usadas, tijeras grandes y pequeñas, hilos de coser, “cositos de la pizza”  y mil pequeñeces más, que vaya uno a saber por que mis abuelos acaparaban sin razón. En todas las piezas una radio sonando en AM una tal “radio Colonia” y los ignorados por nosotros “patines para los pisos de mármol” deambulando huérfanos de nuestros juveniles movimientos. Un piso siempre reluciente, un patio, para nosotros en esa época enorme, hoy casi mediano.
En el sueño, mi primo, aquel que nunca más vi, y yo éramos adultos.
Estábamos esperando en la casa vacía, no se que cosa. Charlábamos en la cocina, frente al viejo televisor “Aurora Grundig” adorado por mi abuelo, sentados alrededor de la mesa, con el reglamentario mantel beige a cuadraditos plastificado y un nylon encima..
El resto de la casa vacía y llena. Al cabo de un par de horas, recuerdo que mi primo me servia unos vaso de vino sacados del pingüino de mi abuelo y recargados con soda, sacado de un sifón a gas que cada tanto cargábamos, y nos reíamos del desastre de aquel  proceso que misteriosamente aprendimos a hacer con solo mirar a mi abuelo.
Y nos divertía muchísimo.
Paseábamos por el patio abandonado y frío, por las habitaciones vacías, por el comedor aun reluciente y hurgábamos buscando entre las cositas que había en los cajones infinitos. No recuerdo bien, pero como hacíamos de chicos siempre nos llevábamos algo.
Hasta usábamos los patines con los que mi abuela nos esclavizaba.
Al rato. Alguien entraba. Una pequeña muchedumbre desconocida, divagaban por la casa, nos saludaban, aunque para nosotros eran extraños. Sonaban animados
Nosotros en silencio y mirándonos, saludábamos.
Lo último que recuerdo son un par de abrazos y la puerta cerrándose.
Cerrándose frente a nuestras narices para siempre.
Y ahí nomás me desperté casi entre sollozos, con un nudo en la garganta.


Por fuera, la casa estaba igual a la que recordaba. Las paredes exteriores llenas de una piedritas verdes y grises brillosas con un dibujo ininteligible y borroso. Algo más arreglada, pero definitivamente igual.
Mismas ventanas, mismas rejas despintadas, mismo arbolito deshilachado en la puerta.
Algunas baldosas extra, del piso rotas. Y unos charcos barrosos y desparejos. El mismo kiosco-ventana al lado, y dos o tres persianas del primer piso aun conservaban las roturas originales. Hasta el postigo de la puerta lucia aún manchado y quemado por ese petardo que hicimos estallar dentro de la botella un año nuevo. Y que me costo tres puntos en la frente.
La misma puerta. Cerrada para siempre frente a mí.
Como siempre me arrimé al costado.
 Me bajé de la moto y en silencio me quedé un rato mirando vacio la silueta fantasmal de esa casa que me era tan familiar y ahora se desvanecía.
Amagué con volver a la moto, pero una atracción imantada me hizo acercarme y sentarme en el pequeño escalón que medio rajado sobresalía, igual que antaño.
 Solo y en silencio me quedé un buen rato, intentando reconocer olores olvidados, siluetas y formas conocidas, intentando recuperar el tiempo. Solo y en silencio.
Habrán pasado cinco o seis minutos cuando recordé que el hueco de libertad pronto se cerraría. El pasadizo se terminaría.
Eché un par de miradas mas a mí alrededor, suspire emocionado y húmedo, y partí a trabajar.
Es allí donde por fin comprendí.

Algunas puertas se cierran para siempre,  solo el recuerdo queda y aún así se desvanece como el humo y quizás, solo quizás…. regresa en forma de sueños.

Puertas que se cierran y no abren nunca más.   
Todos tenemos todos una.
      

 

   
   


q  ves cuando no ves?