Q VES CUANDO NO VES?

Q VES CUANDO NO VES?

lunes, 2 de diciembre de 2013

Aquellos,buenos viejos cuentos.

Tenía las ojeras rojas y profundas,  como las de un Basset hound, la mirada cerrada, firme, y perdida,  aunque llena de una soledad peligrosa. Allí amenazador y sombrío, como un viejo peligro, un fantasma de película “slayer”. Una barba larga, áspera, enmarañada.  Su voz  suponía un gruñido grave y tenebroso, casi gutural, rocas golpeando en un precipicio. Un viejo eco boscoso.
Sentado allí en algún anónimo umbral, en silencio absoluto, fijo, quieto como un espectro latente. Con sus garras filosas de mugre colgando al aire.
 La capucha, su capucha oscura, apenas cubriendo medio rostro. Con ese aspecto siniestro que  invariablemente asusta, tanto que el solo hecho de su presencia, repelía a los transeúntes despistados que merodeaban esa cuadra. Pequeños corderitos asustadizos y temblorosos cruzando a riesgo las turbulentas aguas de una calle a todo caudal.
 Hasta los dientes se podían imaginar ahí como queriendo explotar, filosos, secos, amarillos, sucios.
 El mundo, a su alrededor estancado.
 Era la silueta en las sombras. Aquella que es mejor evadir inteligentemente, y que solo aparece en las pesadillas más profundas y oscuras.
Si hubiese tenido un hacha o una sierra eléctrica, el cuadro hubiese estado completo. Pero no, por suerte solo un manojo de bolsas saliendo desbocadas, como patos ahorcados, lo completaban.

Y un casual testigo observando ahí nomás.
El tipo de la moto, fumando en la vereda de enfrente llena de caminantes, lo había estado mirando, apoyado en la motocicleta un rato largo, mientras el viernes por fin se comenzaba a dormir y las responsabilidades a toda velocidad se apagaban. Y después del calor aplastante un rumor a tormenta se olía en el aire.
No estaba seguro, no sabía que hacer, pero el instinto lo empujó, lo arrastró allí a la fuerza. Casi sin querer.
El “capucha”, en una especie de transe  subnormal, ni se inmuto, con la súbita e inédita visita.
El tipo de la moto que evidentemente llevaba con él algún tipo de tendencia suicida se le arrimo lo más que pudo y lo punteó con el dedo, como para sacarlo de algún supuesto estado. Siempre alerta, por las dudas. Hachas no había a la vista, pero para que arriesgarse.      
El “capucha” solo asomó un segundo, unos ojos colorados entre la maraña espinosa. Y lo miró sin piedad, un pequeño instante. Al ratito, volvió bajar los ojos dentro de la espesura gris y con una exhalación gruñida se volvió a silenciar.
El de la moto, que a esta altura confirmando su tendencia suicida, una vez más lo punteó. Pero esta vez agregó.
-         Estas bien, ¿Necesitas algo?
Nuevamente, aquellos ojos rojos se abrieron paso entre la capucha y la maraña. Y un crujido de hueso seco se oyó mientras negaba con la cabeza y los ojos se hundían nuevamente.
Otra vez el silencio de una vereda vacía.
El tipo de la moto, ya resignado. Dio media vuelta y se apuro a cruzar. No había nada más por ahí. Era hablarle a una roca, a una especie de gárgola de iglesia medieval, que asusta bastante.
Rascó en su bolsillo, agarró las llaves entre el desorden y cuando comenzaba a desaparecer, escucho aquel el cavernoso comentario.
-         Te volviste valiente, “pibin”. Después de todo, te volviste valiente.

La sorprendente voz, grave, seca y profunda, salía de unos labios negros casi inmóviles. Inertes.
Cuando el tipo de la moto giró para ver a su interlocutor, lo único que vio fue a esa estatua fosilizada, en la misma posición. Cabizbaja. Oculta dentro de su capucha gris inexorable. Con su cabeza  disimulada, inclinada y vencida, y con las manos, aquellas garras colgando escabrosas.
¿Quizás había imaginado esas palabras?
 Nuevamente se acercó, pero esta vez sin el sigilo recomendado para la ocasión.
Pero nada pasó.
Un buen rato se mantuvo allí a su lado, callado y a la espera.
 Ni un atisbo de vos salió de aquella figura sólida. Como cuando uno va de pesca y crees que la caña se mueve y te indica el pique y esperas al acecho para dar el tirón y, de pronto la línea se vuelve a quedar fija, muerta profunda en el agua. Y te quedas a la espera mascullando desilusión.
Al cabo de un tiempo y cuando las tinieblas se arremangaban para trabajar, el de la moto por fin se rindió y regresó al corcel. Dejando inmóvil aquella figura hostil.
Siempre y hasta que arrancó, esperando inútilmente un rumor que nunca llegó y lentamente se fue, convencido de la mala jugada que le había hecho su mente.

Llegó rápidamente a su casa, escapando de unas prematuras chispas de lluvia. Y la familia ya lo esperaba para la ceremonia de la cena de cada viernes por la noche. Una cena relajada y cordial. Sin las contracturas de la semana.

El hombre de la moto, se desprendió de la semana y se convirtió en papá.
Los chicos allí, siempre enchufados en la suya. 
Ahí lejanos, todo el día conectados en los distintos aparatos electrónicos de la casa. Cada uno en lo suyo.

Con la carga de su último encuentro, aun latente, esa noche mientras comían, les dijo a todos.
-         Chicos hoy vuelven las noches de “cuento de terror”.

Las noches de cuentos de terror.
Un viejo rito en agonía, que el paso del tiempo y la competencia desleal de la electrónica, minó y puso en desuso.
 La audiencia, que creció,  se hizo más difícil, incrédula y escasa. Y el tiempo, para ser sinceros, en una familia tipo no suele sobrar.   
Es que los chicos y las obligaciones, crecen rápido y la paciencia se acaba aun más vertiginosamente, y por otro lado cada vez es más difícil hacerlos imaginar.
Son demasiadas imágenes abombando diariamente.
Como era de esperar, la hija mayor se río de la ocurrencia del viejo, se sabía superada casi adolescente y aquellas salidas, del “viejo”,  le parecían siempre simpáticas y un tanto disparatadas
 La del medio, un tanto miedosa pero intrépida, se alegró por el momento especial que regresaba de entre el olvido, y el más chico, que aun sin entender bien de lo que estaban hablando igual festejó. 

Afuera, la tormenta amenazaba dar comienzo.

Los chicos, aún en quejas por la televisión apagada, recibieron al papá con emoción, que entre penumbras y cubierto con una frazada y una linterna en su barbilla, para darle más efecto a los cuentos, se metió en la habitación ahora a oscuras.
La mayor no pudo contener las risas viendo al papá en semejante acto ridículo.
Los otros dos, nerviosos comenzaron a preocuparse un poquito.

La lluvia había comenzado.


-         “Era una noche tormentosa, y la ciudad estaba a oscuras. Los truenos eran impresionantes y las únicas luces que se veían eran la de los rayos golpeando contra los edificios. La calle estaba vacía, y ni un alma se animaba a salir. Todos tenían mucho miedo, porque esa noche era especial, muy especial”.

Así comenzaba el cuento, y el efecto parecía ser el mejor. La más grande aun se reía en voz baja y descreída, pero los más chiquitos, tapados hasta los ojos seguían atentos los torpes, aunque esforzados movimientos del papá.

-         “Nadie, quería salir a la calle. Porque era muy, pero muy peligroso”. Agregaba con voz grave, profunda y un tanto bailarina. Decía una y otra vez el papá respetando los silencios, que son tan importantes como las palabras. Minuciosamente se tomó un segundo y prosiguió.
-         “Y entonces dos hermanitos, que se creían muy valientes salieron a caminar por la lluvia, de noche, se creían muy valerosos, y como les decía no hicieron caso a lo que les aconsejaban todos. La lluvia era terrible, y el viento soplaba y soplaba, como nunca antes había soplado, hasta los árboles se volaban”.
El papá, aunque aparatoso se movía con eficacia. Y los chicos en silencio, y metidos en los efectos y ambientes que había creado lo seguían.

-         “Cuando los hermanitos salieron, ¡pum!, se le cerró la puerta de la casa y se quedaron en la calle a oscuras. Se estaban mojando, pero igual decidieron salir a investigar. Como les dije se creían muy valientes. Entonces a unas cuadras de su casa y mientras un trueno gigante sonaba, un enorme perro negro los empezó a correr, y los chicos corrieron como locos en cualquier dirección y se perdieron, no querían llorar porque eran muy valientes, pero de pronto vieron que estaban en un bosque enorme y muy pero muy oscuro y entonces…apareció el viejo de la bolsa”
-         ¿¿¡¡ El viejo de la bolsa??!!. Estalló en una carcajada la mayor. Que esperaba agazapada para la estocada.
Los más chiquitos aunque un poco asustados igual se empezaron a reír, tirando por la borda, todo el ambiente.
El papá, entusiasmado y para no perder la magia prosiguió.
-         “Si, El viejo de la bolsa. Un hombre muy pero muy peligroso y malvado, que le da mucho miedo a los niños” insistió ante la inminencia de la  derrota. 
-         ¡Pero papá! ¿A quien le puede dar miedo un viejo con una bolsa?, ¿Un viejo con una bolsa?¿Quien es, el abuelo que viene del chino?”. La casi adolescente, con esa voz típicamente sobradora derrumbaba en un santiamén la prodigiosa escena armada
-         Pero mira que es un viejo terrible, cuando yo era chico, el viejo de la bolsa era terrible, todos los chicos andábamos siempre con mucho cuidado por la calle, porque estaba el viejo por allí esperando.
-         Y que esperaba, ¿el pan? La verdad pensé que eras más valiente de chico. Mira que tenerle miedo a un viejo con una bolsa.
-         Es, que metía a los chicos en una bolsa y chau. Dijo el papá en un intento desesperado por vencer a su nueva “archienemiga”.
-         ¿En una bolsa?, y que clase de bolsa era tan grande como para meter un chico. Aparte ¿nadie se movía en la bolsa como para podes escapar?

La rebelión se hizo más evidente cuando los chiquitos salieron de entre las sabanas y comenzaron a reírse, cómplices de la hermana mayor, ante las preguntas, y para colmo, la mamá entro a buscar algo a la pieza y sin preguntar prendió todas la luces dándole el tiro de gracia a la situación.
-         ¿Pa?, si vos te vas ahora en medio de la lluvia a comprar algo, ¿Te convertís en el viejo de la bolsa? Agregó la del medio completamente envalentonada y socarrona, buscando la aprobación de la hermana mayor.
La batalla se encontraba perdida, un nuevo pragmatismo infantil había herido de muerte a “Los cuentos de terror” contados por papá. Solo el más chiquito miraba algo desconfiado.
Hasta la mamá miraba a su marido mordiéndose los labios con la clásica sorna femenina y moviendo la cabeza de un lado al otro. Como solo puede mirara una esposa a un marido en ridículo.
La rebelión se extendió un poco más con los chiquilines bailando y cantando alrededor del papá, una suerte de “danza del viejo de la bolsa”
Y ahí, por suerte, llegó el realismo de mamá.
            - Bueno basta. Todos a dormir que estoy cansada, cada uno a su cama y  se acabó, prendan la tele y duerman de una vez.

Los chicos rapidito se enfilaron a sus camas, la mayor revisó vaya uno a saber que en su celular, la televisión se prendió en el clásico canal infantil y derrotado el papá se fue por donde vino.
Entró en la cocina y mientras prendía un cigarro, recordó algo.
Como un rayo volvió a la habitación de los niños y mientras les apagaba la tele y la luz les dijo.
-         Así que ustedes no me creen. Miren esto. Esto esta afuera en la calle, en la lluvia. Esta esperando.
Acto seguido y en medio de la oscuridad y mientras algún trueno sonaba afuera. Prendió el teléfono y ahí estaba.
El viejo de la bolsa, sentado en algún umbral. Encapuchado y sin ojos a la vista. Hosco, peludo, como un monstruo y con esa apariencia de estatua diabólica. Allí estaba frente a ellos casi observándolos, desde la nada misma.
Otro trueno exacto de fondo.
Los chicos se silenciaron. Hasta la mayor se quedó callada.
-         Bueno ahora me voy. Les prendo la luz y la tele. Hasta mañana, que duerman bien, les dijo vencedor y revanchista.
Los chicos, mudos se quedaron solos con la televisión.


Eran las dos de la mañana cuando la tormenta arreciaba y el más chiquito se filtro entre las sabanas de la cama grande.
No pasó más de media hora, cuando llego la segunda visita, la del medio, y se zambulló en la cama también. Al rato nomás, y arrastrando el colchón. La mayor se acomodó al lado de la cama de sus padres.
-         Vos los asustaste, así que podes ir yéndote a dormir al sillón, acá no entramos todos. Le susurró al oído su mujercita.

Mientras bajaba las escaleras, almohada en mano, papá sonreía. Y pensaba somnoliento.
Los chicos siempre serán iguales, a pesar de todo. A pesar de la electrónica abombante, del modernismo que vuela, del pragmatismo que los hace casi autómatas, de la falta de tiempo de los padres.  A pesar de todo, y por suerte siempre serán iguales.

Algunos viejos cuentos jamás pasan de moda, aunque  para ser sinceros, a veces hay que darles una pequeña manito.




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