Q VES CUANDO NO VES?

Q VES CUANDO NO VES?

lunes, 2 de diciembre de 2013

Aquellos,buenos viejos cuentos.

Tenía las ojeras rojas y profundas,  como las de un Basset hound, la mirada cerrada, firme, y perdida,  aunque llena de una soledad peligrosa. Allí amenazador y sombrío, como un viejo peligro, un fantasma de película “slayer”. Una barba larga, áspera, enmarañada.  Su voz  suponía un gruñido grave y tenebroso, casi gutural, rocas golpeando en un precipicio. Un viejo eco boscoso.
Sentado allí en algún anónimo umbral, en silencio absoluto, fijo, quieto como un espectro latente. Con sus garras filosas de mugre colgando al aire.
 La capucha, su capucha oscura, apenas cubriendo medio rostro. Con ese aspecto siniestro que  invariablemente asusta, tanto que el solo hecho de su presencia, repelía a los transeúntes despistados que merodeaban esa cuadra. Pequeños corderitos asustadizos y temblorosos cruzando a riesgo las turbulentas aguas de una calle a todo caudal.
 Hasta los dientes se podían imaginar ahí como queriendo explotar, filosos, secos, amarillos, sucios.
 El mundo, a su alrededor estancado.
 Era la silueta en las sombras. Aquella que es mejor evadir inteligentemente, y que solo aparece en las pesadillas más profundas y oscuras.
Si hubiese tenido un hacha o una sierra eléctrica, el cuadro hubiese estado completo. Pero no, por suerte solo un manojo de bolsas saliendo desbocadas, como patos ahorcados, lo completaban.

Y un casual testigo observando ahí nomás.
El tipo de la moto, fumando en la vereda de enfrente llena de caminantes, lo había estado mirando, apoyado en la motocicleta un rato largo, mientras el viernes por fin se comenzaba a dormir y las responsabilidades a toda velocidad se apagaban. Y después del calor aplastante un rumor a tormenta se olía en el aire.
No estaba seguro, no sabía que hacer, pero el instinto lo empujó, lo arrastró allí a la fuerza. Casi sin querer.
El “capucha”, en una especie de transe  subnormal, ni se inmuto, con la súbita e inédita visita.
El tipo de la moto que evidentemente llevaba con él algún tipo de tendencia suicida se le arrimo lo más que pudo y lo punteó con el dedo, como para sacarlo de algún supuesto estado. Siempre alerta, por las dudas. Hachas no había a la vista, pero para que arriesgarse.      
El “capucha” solo asomó un segundo, unos ojos colorados entre la maraña espinosa. Y lo miró sin piedad, un pequeño instante. Al ratito, volvió bajar los ojos dentro de la espesura gris y con una exhalación gruñida se volvió a silenciar.
El de la moto, que a esta altura confirmando su tendencia suicida, una vez más lo punteó. Pero esta vez agregó.
-         Estas bien, ¿Necesitas algo?
Nuevamente, aquellos ojos rojos se abrieron paso entre la capucha y la maraña. Y un crujido de hueso seco se oyó mientras negaba con la cabeza y los ojos se hundían nuevamente.
Otra vez el silencio de una vereda vacía.
El tipo de la moto, ya resignado. Dio media vuelta y se apuro a cruzar. No había nada más por ahí. Era hablarle a una roca, a una especie de gárgola de iglesia medieval, que asusta bastante.
Rascó en su bolsillo, agarró las llaves entre el desorden y cuando comenzaba a desaparecer, escucho aquel el cavernoso comentario.
-         Te volviste valiente, “pibin”. Después de todo, te volviste valiente.

La sorprendente voz, grave, seca y profunda, salía de unos labios negros casi inmóviles. Inertes.
Cuando el tipo de la moto giró para ver a su interlocutor, lo único que vio fue a esa estatua fosilizada, en la misma posición. Cabizbaja. Oculta dentro de su capucha gris inexorable. Con su cabeza  disimulada, inclinada y vencida, y con las manos, aquellas garras colgando escabrosas.
¿Quizás había imaginado esas palabras?
 Nuevamente se acercó, pero esta vez sin el sigilo recomendado para la ocasión.
Pero nada pasó.
Un buen rato se mantuvo allí a su lado, callado y a la espera.
 Ni un atisbo de vos salió de aquella figura sólida. Como cuando uno va de pesca y crees que la caña se mueve y te indica el pique y esperas al acecho para dar el tirón y, de pronto la línea se vuelve a quedar fija, muerta profunda en el agua. Y te quedas a la espera mascullando desilusión.
Al cabo de un tiempo y cuando las tinieblas se arremangaban para trabajar, el de la moto por fin se rindió y regresó al corcel. Dejando inmóvil aquella figura hostil.
Siempre y hasta que arrancó, esperando inútilmente un rumor que nunca llegó y lentamente se fue, convencido de la mala jugada que le había hecho su mente.

Llegó rápidamente a su casa, escapando de unas prematuras chispas de lluvia. Y la familia ya lo esperaba para la ceremonia de la cena de cada viernes por la noche. Una cena relajada y cordial. Sin las contracturas de la semana.

El hombre de la moto, se desprendió de la semana y se convirtió en papá.
Los chicos allí, siempre enchufados en la suya. 
Ahí lejanos, todo el día conectados en los distintos aparatos electrónicos de la casa. Cada uno en lo suyo.

Con la carga de su último encuentro, aun latente, esa noche mientras comían, les dijo a todos.
-         Chicos hoy vuelven las noches de “cuento de terror”.

Las noches de cuentos de terror.
Un viejo rito en agonía, que el paso del tiempo y la competencia desleal de la electrónica, minó y puso en desuso.
 La audiencia, que creció,  se hizo más difícil, incrédula y escasa. Y el tiempo, para ser sinceros, en una familia tipo no suele sobrar.   
Es que los chicos y las obligaciones, crecen rápido y la paciencia se acaba aun más vertiginosamente, y por otro lado cada vez es más difícil hacerlos imaginar.
Son demasiadas imágenes abombando diariamente.
Como era de esperar, la hija mayor se río de la ocurrencia del viejo, se sabía superada casi adolescente y aquellas salidas, del “viejo”,  le parecían siempre simpáticas y un tanto disparatadas
 La del medio, un tanto miedosa pero intrépida, se alegró por el momento especial que regresaba de entre el olvido, y el más chico, que aun sin entender bien de lo que estaban hablando igual festejó. 

Afuera, la tormenta amenazaba dar comienzo.

Los chicos, aún en quejas por la televisión apagada, recibieron al papá con emoción, que entre penumbras y cubierto con una frazada y una linterna en su barbilla, para darle más efecto a los cuentos, se metió en la habitación ahora a oscuras.
La mayor no pudo contener las risas viendo al papá en semejante acto ridículo.
Los otros dos, nerviosos comenzaron a preocuparse un poquito.

La lluvia había comenzado.


-         “Era una noche tormentosa, y la ciudad estaba a oscuras. Los truenos eran impresionantes y las únicas luces que se veían eran la de los rayos golpeando contra los edificios. La calle estaba vacía, y ni un alma se animaba a salir. Todos tenían mucho miedo, porque esa noche era especial, muy especial”.

Así comenzaba el cuento, y el efecto parecía ser el mejor. La más grande aun se reía en voz baja y descreída, pero los más chiquitos, tapados hasta los ojos seguían atentos los torpes, aunque esforzados movimientos del papá.

-         “Nadie, quería salir a la calle. Porque era muy, pero muy peligroso”. Agregaba con voz grave, profunda y un tanto bailarina. Decía una y otra vez el papá respetando los silencios, que son tan importantes como las palabras. Minuciosamente se tomó un segundo y prosiguió.
-         “Y entonces dos hermanitos, que se creían muy valientes salieron a caminar por la lluvia, de noche, se creían muy valerosos, y como les decía no hicieron caso a lo que les aconsejaban todos. La lluvia era terrible, y el viento soplaba y soplaba, como nunca antes había soplado, hasta los árboles se volaban”.
El papá, aunque aparatoso se movía con eficacia. Y los chicos en silencio, y metidos en los efectos y ambientes que había creado lo seguían.

-         “Cuando los hermanitos salieron, ¡pum!, se le cerró la puerta de la casa y se quedaron en la calle a oscuras. Se estaban mojando, pero igual decidieron salir a investigar. Como les dije se creían muy valientes. Entonces a unas cuadras de su casa y mientras un trueno gigante sonaba, un enorme perro negro los empezó a correr, y los chicos corrieron como locos en cualquier dirección y se perdieron, no querían llorar porque eran muy valientes, pero de pronto vieron que estaban en un bosque enorme y muy pero muy oscuro y entonces…apareció el viejo de la bolsa”
-         ¿¿¡¡ El viejo de la bolsa??!!. Estalló en una carcajada la mayor. Que esperaba agazapada para la estocada.
Los más chiquitos aunque un poco asustados igual se empezaron a reír, tirando por la borda, todo el ambiente.
El papá, entusiasmado y para no perder la magia prosiguió.
-         “Si, El viejo de la bolsa. Un hombre muy pero muy peligroso y malvado, que le da mucho miedo a los niños” insistió ante la inminencia de la  derrota. 
-         ¡Pero papá! ¿A quien le puede dar miedo un viejo con una bolsa?, ¿Un viejo con una bolsa?¿Quien es, el abuelo que viene del chino?”. La casi adolescente, con esa voz típicamente sobradora derrumbaba en un santiamén la prodigiosa escena armada
-         Pero mira que es un viejo terrible, cuando yo era chico, el viejo de la bolsa era terrible, todos los chicos andábamos siempre con mucho cuidado por la calle, porque estaba el viejo por allí esperando.
-         Y que esperaba, ¿el pan? La verdad pensé que eras más valiente de chico. Mira que tenerle miedo a un viejo con una bolsa.
-         Es, que metía a los chicos en una bolsa y chau. Dijo el papá en un intento desesperado por vencer a su nueva “archienemiga”.
-         ¿En una bolsa?, y que clase de bolsa era tan grande como para meter un chico. Aparte ¿nadie se movía en la bolsa como para podes escapar?

La rebelión se hizo más evidente cuando los chiquitos salieron de entre las sabanas y comenzaron a reírse, cómplices de la hermana mayor, ante las preguntas, y para colmo, la mamá entro a buscar algo a la pieza y sin preguntar prendió todas la luces dándole el tiro de gracia a la situación.
-         ¿Pa?, si vos te vas ahora en medio de la lluvia a comprar algo, ¿Te convertís en el viejo de la bolsa? Agregó la del medio completamente envalentonada y socarrona, buscando la aprobación de la hermana mayor.
La batalla se encontraba perdida, un nuevo pragmatismo infantil había herido de muerte a “Los cuentos de terror” contados por papá. Solo el más chiquito miraba algo desconfiado.
Hasta la mamá miraba a su marido mordiéndose los labios con la clásica sorna femenina y moviendo la cabeza de un lado al otro. Como solo puede mirara una esposa a un marido en ridículo.
La rebelión se extendió un poco más con los chiquilines bailando y cantando alrededor del papá, una suerte de “danza del viejo de la bolsa”
Y ahí, por suerte, llegó el realismo de mamá.
            - Bueno basta. Todos a dormir que estoy cansada, cada uno a su cama y  se acabó, prendan la tele y duerman de una vez.

Los chicos rapidito se enfilaron a sus camas, la mayor revisó vaya uno a saber que en su celular, la televisión se prendió en el clásico canal infantil y derrotado el papá se fue por donde vino.
Entró en la cocina y mientras prendía un cigarro, recordó algo.
Como un rayo volvió a la habitación de los niños y mientras les apagaba la tele y la luz les dijo.
-         Así que ustedes no me creen. Miren esto. Esto esta afuera en la calle, en la lluvia. Esta esperando.
Acto seguido y en medio de la oscuridad y mientras algún trueno sonaba afuera. Prendió el teléfono y ahí estaba.
El viejo de la bolsa, sentado en algún umbral. Encapuchado y sin ojos a la vista. Hosco, peludo, como un monstruo y con esa apariencia de estatua diabólica. Allí estaba frente a ellos casi observándolos, desde la nada misma.
Otro trueno exacto de fondo.
Los chicos se silenciaron. Hasta la mayor se quedó callada.
-         Bueno ahora me voy. Les prendo la luz y la tele. Hasta mañana, que duerman bien, les dijo vencedor y revanchista.
Los chicos, mudos se quedaron solos con la televisión.


Eran las dos de la mañana cuando la tormenta arreciaba y el más chiquito se filtro entre las sabanas de la cama grande.
No pasó más de media hora, cuando llego la segunda visita, la del medio, y se zambulló en la cama también. Al rato nomás, y arrastrando el colchón. La mayor se acomodó al lado de la cama de sus padres.
-         Vos los asustaste, así que podes ir yéndote a dormir al sillón, acá no entramos todos. Le susurró al oído su mujercita.

Mientras bajaba las escaleras, almohada en mano, papá sonreía. Y pensaba somnoliento.
Los chicos siempre serán iguales, a pesar de todo. A pesar de la electrónica abombante, del modernismo que vuela, del pragmatismo que los hace casi autómatas, de la falta de tiempo de los padres.  A pesar de todo, y por suerte siempre serán iguales.

Algunos viejos cuentos jamás pasan de moda, aunque  para ser sinceros, a veces hay que darles una pequeña manito.




q ves cuando no ves?  

viernes, 22 de noviembre de 2013

Libertad, aquel viejo aroma olvidado.

La verdad, es que no creía mucho en ese asunto de las casualidades.
Ya aprendí a los golpes, que la mano mala vine siempre sola, de lleno y franca  y la buena se esconde de la vista simple, para tomarnos por sorpresa. Tan por sorpresa, que generalmente ni la vemos y pasa como un suspiro.
Algunos lo llaman “Karma”, otros se escudan en la tan conocida frase “los caminos el señor son misteriosos”, muchos le dicen “buena estrella” y algunos solo “casualidad”.

Hace un par de meses que me ando revolcando entre algunos libros viejos que me inquietan.
Uno, “El llamado de la selva”, de Jack London, un cuento aparentemente infantil, ya que su protagonista es un perro, que de un día para el otro, y de una apacible y gorda vida de ciudad violentamente es transportado a un mundo hostil, donde por fin se descubre.
Lo leí de chico y releo de grande.
El otro, algo más actual, “In to the wild”, simplemente trata a cerca de un muchacho, de seudónimo “Alexander Supertramp”. Que termina su viaje al desprendimiento, muerto pero feliz en la Alaska de sus sueños. Una historia real inquietante, con película incluida.

Lo cierto es que por “casualidad”, “karma” o “el misterioso camino del señor”, una tardecita de domingo me tope con Buck. En medio de una esquina abandonada dentro de un paraje inhóspito dentro, bien profundo en la Agronomía, allí, en una especie de monte urbano y escondido entre la maleza crecida y crujiente, su casa rodante tirada por un cascajo desarmado descansaba algo enmalezada. En esas callecitas inexplicables que merodean circundantes sin sentido por allí dentro.
Yo venía algo dormido, y el perro se coló en lo que solo parecía una cuevita hecha con ramas arqueadas, puntiagudas y crecidas. Lo seguí apurado, mientras sabía, algo fastidioso,  que tendría que sacarlo nuevamente los tirones de ese laguito marrón y estanco que duerme misteriosamente en la Agronomía; resabio de un pasado de naturaleza, y en el que el perro insiste en tirarse a nadar a pesar de mis retos. Esquivando ramas pinchudas y hiedras me lancé a su caza.
Era de tarde ya, y el sol escupía suave entre la cúpula de ramas, algún que otro rayo dócil, que con una estela finita le daba al lugar un aspecto fantasmal.
 Algo olía raro allí.

Buck, se encontraba sentado en la escalerilla de la casa rodante, leyendo algo y con la televisión, en blanco y negro, encendida de fondo. Me miró, solo un segundo, bajando sus gafas redondas y siguió en lo suyo, acariciando su cabeza rapada, como si fuese un monje tibetano. Como sí las visitas le fueran comunes.
Mi perro, que no suele ser muy amigo de los extraños, le pegó un par de olidas demasiado cercanas y extrañamente confiadas, profundas y como si nada, ni bien me vio aparecer de entre las hojas,  volvió al trote, con la orejas arrepentidas y jadeando, esperando mi amonestación. Se echó sumiso y culpable a mi lado, esperando.
Buck inmóvil y lejano permaneció en su libro.
-         Discúlpame, no sabía que estabas acá. El perro se mandó solo. Es que es medio descontrolado. Me disculpé infantilmente y con culpa.
El tipo miro al perro echado como un gatito, a mi lado y sonrío, luego me miró. Pero no dijo una sola palabra.
Pasaron, solo dos segundos de la típica incomodidad que te trae el silencio, cuando hablas solo, y mientras recogía la correa le dije nuevamente como para terminar.
-         Disculpa otra vez, ya me lo llevo, es manso pero algo descontrolado.
 Era evidente, aquel tipo quería estar solo.
Levantó la vista de entre sus gafas, cerró el libro amarillo y lo apoyo en un tronco seco que le hacía de cenicero y de mesita y me dijo.
-         Tranquilo, no me molesta. Los perros no me molestan para nada. Siempre se meten acá, no se debe oler algo. Pero los perros no me molestan. Menos estos, tan grandotes, estos saben lo que hacen.
En efecto, y como decía anteriormente, allí olía raro.
-         La mayoría de la gente le tiene miedo, es que es enorme y con cara de malo. Pero no hace nada. Se hace el macho nomás, te ladra y se te tira encima, o corre como enloquecido, pero no hace nada. Le repetí, intentando sonar gracioso.
-         Sí, lo veo, es bastante grandote y esta algo confundido. Se ve que no anda mucho suelto y eso pasa. Cuando a algo tan poderoso le sacas la correa, siempre se descontrola un poco, pero un ratito, después se tranquiliza. Siempre pasa.
En efecto, el perro enroscado a mi lado, comenzaba a ensayar una suerte de siesta pacifica.
-         Déjalo descansar un rato que anda con la lengua afuera. Aguántame un segundo que le traigo agua,
Se metió y desapareció unos minutos.
Yo por mi parte arrimé otro tronquito seco y me senté a esperar. No sé, me pareció una falta de respeto irme ante tanta amabilidad.
Al rato, salio con una lata de dulce de batata llena de agua y con un vaso.
Le arrimó al perro la lata y a mi me dio el vaso.
-         Tomate un trago, vos también andas con la lengua a fuera.
Deje pasar la indirecta, agarré el vaso de plástico y me senté en el tronco. La verdad es que andaba sediento, como el perro, con la lengua afuera de tanto ser arrastrado por el lugar.
-         Me llamo Buck, mejor dicho, me dicen Buck. Se presento ni bien se sentó nuevamente.
-         Yo soy Ale. Un gusto.
El tipo era agradable, de voz profunda y corta.
-         Se ve que sabes de perros.
-         Si. Me gustan mucho, en especial los grandotes como este tipo salvajes.
Y me señalo, al durmiente a mi lado.
-         Algo que tiene este bruto ahora es aspecto de salvaje ¿no? Le dije irónico y riendo, señalando a Lemy mi  perro que dormía profundo a mi lado, como un oso de peluche.
Buck se sonrío, con media boca, pero ni miro al perro. Me miraba directo a los ojos. Algo buscaba.


-         ¿Y vos? Como la llevas? Me dijo siempre mirándome fijo.
-         ¿Yo? Bien tranquilo, suelto por ahora.
Buck se quedo callado, asintiendo gentil a mi estúpida respuesta.

-         Vivís acá, digo ¿en la Agronomia? Le dije mientras terminaba el vaso con agua y prendía un cigarro.
-         Vivo en la casita rodante y paro de vez en cuando aquí, pero suelo andar por muchos lados. No me gusta quedarme quieto. Cuando quiero sigo el viaje y cuando quiero paro un rato. Me gusta viajar sin ataduras. Que se yo estoy cómodo y tranquilo. Leo mucho, observo mucho, charlo y conozco a algunas personas que valgan la pena. Soy un espíritu de libertad. Casi un concepto.

Yo lo escuchaba un tanto encantado, el tipo emanaba paz y libertad. Esa vieja fantasía mía.
Otra vez aparecía  ese olor extraño filtrándose en mi nariz.
-         Soy un espíritu libre. Me dijo nuevamente y de repente como queriéndome demostrar algo, ¿Y vos? Que onda, ¿Que podes decirme? ¿Sos un tipo libre?
La pregunta me sorprendió, y sabía que venía con trampa así que me tome un segundo y pensé en silencio en una respuesta inteligente, una de esas que cuando necesitas nunca aparecen.
Al tipo le gustaba incomodar, así que si darme tiempo me dijo rápidamente.
-         Hagamos algo, te doy dos minutos y vos me contas.  Adentro tiene que haber algo. Recorda, que soy un espíritu de libertad. Dame un instante, aunque sea pequeño, de tu vida, de tu libertad, de libertad total y absoluta. Pero no me vengas con pavadas del estilo “aquel hermoso día en la playa mientras atardecía” o “ese momento en la ruta de noche yendo a buscar a la familia”  no me vengas con bobadas artificiales, busca bien, que tengo tiempo, pero no me sobran ganas.
Juro que me incendie la cabeza buscando ese momento en silencio, mientras Buck se regodeaba. Revolví cada centímetro de mi cerebro buscando exactamente lo que Buck me pedía, pero cada vez que encontraba un indicio, una pista automáticamente me daba cuenta que era falsa, que no había allí un solo centello de absoluta libertad. Todos eran momentos encadenados. Falsos e imprecisos. Espejismos.
Pasó un instante y comencé a preocuparme ¿Acaso en mis largos años no podía encontrar un solo momento de libertad absoluta? ¿Acaso todo estaba encadenado y atado siempre a alguien o a algo? ¿Tan ciego había estado viviendo, que ni una imagen venía en mi ayuda? ¿Tan abombado, me había gastado?
 De repente, y como un flash algo apareció.
-         Lo tengo. Le dije triunfal.
Buck me miro y asintió. Esperando el titubeo de mi respuesta.
-         Hace poco, estaba pescando en un pequeño lago, a la luz de la luna, en un lugar semidesierto. Fumando y tomado solo y en silencio, como me gusta. Solo el aleteo de las olas golpeando el bote en la orilla rocosa sonaba cual eco en el silencio y ahí, de la nada y entre las penumbras, apareció de la nada mi pequeño de cinco años, con los pelos  rubios revueltos y la cara marcada por la almohada y se sentó a mi lado. Serían las tres de la mañana y el borrego simplemente no podía dormir, así que salio de la carpa, veloz y silencioso como un ratoncito, y vino hasta mi. Sin decir una sola palabra se sentó a mi lado en silencio y se quedó observando fijo el reflejo bailarín de la luz de la luna danzando en el lago. Solos en silencio, pasamos un rato en absoluta paz y libertad. Sin hablarnos una palabra. Dos tipos a oscuras, casi socios en silencio paz y libertad. Hasta que el pequeño se durmió en la hierba mojada. Ahí esta. Ese momento de libertad.
Buck negó y agregó.
-         Fue un gran momento, no lo dudo. Pero fue un gran momento de libertad para tu cachorro, que a oscuras y seguramente con  miedo, decidió y camino esos metros hacía vos. Fue su momento de libertad absoluta, y quizás lo recuerde por siempre, para toda su vida. Pero fue el suyo, no el tuyo. Él se despojo de todo miedo y salio expuesto, sin más defensa que su fe en encontrarte, a la noche a caminar esos metros oscuros libremente y a tu encuentro. El explotó y sintió la necesidad de la verdadera libertad. Los chicos  y los animales lo saben. Los adultos lo perdieron. Pero no te preocupes, si no encontras nada, la mayoría no lo encuentra y no es porque no sepan buscar o lo hayan olvidado, es solo que no hay nada que buscar. Así de simple. No tienen momentos de libertad genuina en toda una vida.
Sus palabras me demolieron. Certeras flechas a la frente.
 Me quede conmovidamente desvastado en silencio.
 Buck me miro raro, a la espera de algún halito de vida. Pero ni una señal salió de mi boca.
 Nuevamente el incomodo silencio del que habla solo.
 Solo algún pájaro revoloteando y chillando.
Buck, se arrodillo y le pegó una cariñosa acariciada al lomo del perro.
En ese momento y de la nada como movido por un principio de la física desconocido, Lemy se sobresalto, y como poseído se levantó y empezó a olfatear profundo a su alrededor, a mi alrededor y delante de Buck. Resoplaba y resoplaba como endemoniado.
 Aquel olor que había olido, ahora se había hecho mas intenso.
Buck se río feliz. Yo, desconcertado.
-  No te preocupes, no sos ninguna criatura especial de dios. Igual al resto. Tan común a todos. Eso no esta tan mal. Después de todo, a pesar de vivir encadenado no te fue tan mal. No te desilusiones, no es para tanto. No sos ni un niño ni un animal, sos un adulto feliz.
Los rayos tenues el sol filtrado trocaron por destellos de una luna gigante y amarilla. Y la cueva e hierba, ahora sí parecía gutural y primitiva.
Buck, advertido de mi apuro incomodo, me hizo una seña minima y entro raudo a la casa rodante. No muchos hubiesen aguantado estar allí a oscuras, en medio del pantanal. Pero con el perro al lado, siempre me siento seguro.
Al rato, se prendió una luz amarilla alimentada por una batería de auto y Buck salio con algo en su mano.
Me extendió un pequeño papel amarillo arrancado y sin mediar una palabra más se volvió meter en su casa.
Quise abrir el papel y leerlo, pero arrastrado por mi can,  entre  pastos, penumbras, y yuyos crecidos, en un santiamén estaba abriendo la puerta de la camioneta estacionada a las afueras de la reja.
Prendí esa luz interna que no alumbra casi nada y leí lo que Buck me había dado.
Era una hoja dorada arrancada del Quijote  el libro que leía Buck hasta que lo interrumpí. Con un párrafo remarcado.

 La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierran la tierra y el mar: por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”


De más está decir que esa noche casi no dormí. Me revolqué pensando y tratando de recordar algo. Pero ni un mísero pensamiento salió de mi mente atontada. Hermética. Divagué por la casa espectralmente, hasta que el sol nuevamente se dibujo entre los cuadraditos de la persiana. La rutina otra vez y yo allí, hueco consciente.
No eran más de la seis de la madrugada, cuando entre cabezazos de sueño me tiré en el sillón de casa a esperar solo un rato más a que llegara la rutina a abrazarme.

Y fue allí, en el momento menos esperado. Cuando el camión de mi vecino que todas los días arranca gasolero, me sacudió, a esa hora, entre somnolencia y lucidez, cuando esa pintura llego a mí.
La verdad es que no puedo distinguirlo. No sé a ciencia cierta si fue un sueño, una visión, o que. Lo cierto es que me vi allí, con diez o nueve años de edad, sentado en el regazo de mi viejo, en la terraza del edificio de unos tíos. Allí, en épocas de pocos canales de televisión y poca diversión para niños, mi viejo y mi tío, me subían a esa terraza altísima y peligrosa para ver desde allí unos partidos de hockey sobre patines que jugaban por las noches en la sede de Villa del Parque del club Racing club. La terraza del edificio alto, justo daba a la cancha, y subíamos ilegalmente con un par de sillitas a mirar un rato. Mi viejo, conociéndome, me sentaba en su regazo, a unos escasos metros del abismo y me ataba firme con un cinturón de cuero a su cuerpo, para que yo no me moviese y por ende no hiciese un salto al vacío. Aquella vez, por descuido o vaya uno a saber porque, simplemente olvido atarme a su cuerpo y en el instante en el que me dí cuenta, simplemente me bajé de su lomo tranquilo y me senté a su lado a mirar la nada. Libre.  Mi tío y mi viejo quedaron helados unos dos minutos. El tiempo justo. Por primera y marcada vez, yo allí sentado en riesgo a su lado sentí en el viento en la cara y en el estallido de mi corazón, aquella sensación enterrada en algún punto de mi cabeza, una sensación olvidada tras el telón. Permanecía viva nuevamente. Y nuevamente sentí aquel escalofrió de  noche de liberación. Una mezcla de miedo, satisfacción, valentía, soledad y desprendimiento. Una sensación de verdadera libertad.
Allí estaba, lo que buscaba Buck. Enterrada en los miedos de la adultez.
 Esos dos minutos, en riesgo absoluto, pero a sabiendas. Sintiéndome libre como nunca más me volví a sentir. Nuevamente el miedo, la felicidad, el viento en mi cara, el asombro y pánico de los ojos extraños. Allí en esa vieja terraza, algo nuevo había nacido y yo, ya lo sabía. Estaba ahí para siempre, aunque no lo recordara.        


No volví a ver a Buck.
Cuando quise encontrarlo, la tarde siguiente, solo quedaban rastros de pasto aplastado. Revise cada centímetro del lugar, ya que me había metido con la moto y podía recorrer el terreno escarpado un poco más a fondo, pero nada. Ni una señal.
Solo ese aroma extraño que volvía inesperadamente de la nada.
Una aroma que antes me molestaba, y ahora se había vuelto reconocido.
Ese  olor a la libertad olvidado.
Y volviendo a casa por primera vez en mucho tiempo, agitado, asustado y tembloroso, recordé esas primeras palabras al encontrarme con buck. 

Sí, lo veo, es bastante grandote y esta algo confundido. Se ve que no anda mucho suelto y eso pasa. Cuando a algo tan poderoso le sacas la correa, siempre se descontrola un poco, pero un ratito, después se tranquiliza. Siempre pasa”.

  



q ves cuando no ves`?

viernes, 8 de noviembre de 2013

Carpincho, en retrospectiva.

Los cuentos algunas  veces se inventan, otras se escuchan, de vez en cuando se imaginan y  otros, cuando uno menos lo supone solo aparecen. De la nada, así como un auto a contramano en una calle oscura.
Esta vez, va en primera persona. Pero da lo mismo, cada lector puede cerrar los ojos y soñar un ratito que es parte. Que también es su historia, después de todo, estamos en el mismo Titanic, a la deriva y sin saberlo del todo vemos a lo lejos algo que creemos hermoso blanco inmaculado y puro, como bobos y admirados, solo miramos, ahí acercándose lentamente, pero no es ni mas ni menos que esa roca imponente que tarde o temprano nos va a mandar directo al fondo. Helados, solos y chillando mudos en silencio. A todos por igual, alta gama o barranqueros.

Venía echando fuego. Saltando de un infierno al otro, con una naturalidad que a veces asusta.
Es llamativo, a veces todos tenemos en la cabeza unas luces rojas de alarma, tipo sirenas de bombero, que de vez en cuando se prenden y nos indican el peligro. Una especie de instinto natural, nos guía y nos avisa del riesgo en el que estamos o al que vamos, directo como toro a la cornada. Algunos las notan y las toman en cuenta, otros ni siquiera las ven y ya es tarde, y unos pocos, las vemos relampagueando en centellas y simplemente las dejamos prendidas, en un llameo permanente y nulo. Y se nos hace costumbre.
 Como cuando se prende, la luz roja del motor en el tablero del auto, y las opciones son simples, o arreglas el motor, o sacas la lámpara o la dejas titilando hasta que ni te das cuenta y forma parte del tablero y sus luces.
 Como contaba, la vista fija en la calle atestada y nocturna. Los autos eludidos como palos parados, espejos rascándome la cintura, lluvia a palanganas, y una nueva, casual y peligrosa emoción (que no voy a contar para no asustar a aquellos que me conocen).
Como decía, venía en llamas por la noche volviendo a la cueva, por la avenida Ángel  Gallardo, que es trabada, pero si la sabes desenmarañar y leer bien se hace rápida, y los baldes me inundaban a fondo. Así que ya sin vista a la vista, me metí bajo el techo de lo que solía ser un imperio y ahora era una ruina abandonada, ahí nomás después de cruzar, cual rally, una o dos cuadras la avenida Corrientes.
Ya los había visto anteriormente, pero nunca había tenido tiempo de parar.
 Ya lo saben vengo en llamas.
El clásico escenario de siempre. Diez colchones sucios apilados, changuitos de supermercado cargados de bolsas sin sentido, tres o cuatro trapos a modo de mantas y los clásicos beduinos de la calle. Cada uno en la suya. Hablando solos y durmiendo mortálmente.
Y la gente pasando a mares, esquivando sin mirar, mirando y esquivando. Un malón de ida y de vuelta. Un polì, que se hace el boludo. Una ambulancia del gobierno de la ciudad escapa furtiva por las dudas, y porqué no, para no enfriar su pizza. Y nuevamente ahí la gente, a campo traviesa, escapando de a piques cortos, eludiendo defensores.
Siempre hay historias que contar, sobran.
 Pero aquel vago, con los pantalones a medio subir, en culo y a los gritos era una situación impensada, hasta para mí que vengo curtidito.
Empapado, me acerque a “Don culo al aire” y simplemente le pregunté que es lo que le pasaba.
Había perdido la zapatilla, después de hacer sus necesidades, o sea de “cagar”, en el cordón de la vereda. Y estaba desesperado buscándola.
-         Primero lo primero. Le dije.- Vamos a subirte los “lienzos” y después buscamos la zapatilla. Que al fin de cuentas se encontraba enrollada en un papel de diarios viejo.
 El tiempo me enseño algunas cosas, no muchas, y una de ellas que seas lo que seas siempre debes mantenerte digno y conservarte así. Derrotado y en la cima. Y así es igual con los demás. Por más que ya no quede nada de nada, la dignidad de un hombre es su bien más preciado, casi su único bien. Su perla.
Por eso el poderoso, cualquiera sea su rubro de tortura, es lo primero que trata de quebrar en un hombre ya que es lo único que profana y de lo único que no se recupera.
Sin dignidad solo quedan cenizas.
Así que como pude, y sinceramente escondiendo el asco, le puse por fin los pantalones y lo dejé allí fundido en su “colchón”. Acto seguido, le convidé un pucho húmedo, que el tipo agradeció como si le hubiese dado una bolsa de oro a un duende. Y entre agradecimientos inconexos me dijo gutural.
-         Sabes que,  sabes a quien te pareces? Te pareces a H.H o a, Siddartha, si mejor te pareces a Siddartha.
Me quede mirándolo, mientras yo mismo prendía un cigarro y me sentaba en cuclillas a su lado, más cerca de lo que me acerco a algún amigo. Mientras el agua menguaba.
  Sí, había escuchado bien. El tipo me nombraba a dos personajes de los cuentos de Hermann Hesse.
      -  Tu cara es la de los cuentos, si estoy seguro. La cara de aquellos que buscan el camino y están perdidos. Y que no saben, que el camino es la búsqueda, no existe el fin. Sos un caminante..., por ahora perdido, pero en la ruta. Por eso este perdido viejo, limado y disipado, lo sabe. Como a todos ya te va a llegar. Mi nuevo amigazo del alma, sos un caminante, y eso no termina nunca. Seguí buscando. Es tu naturaleza,, pero no hay final. No hay nada. Por eso no dormís, por eso no encajas.¿ O me vas a decir que no sabes nada de lo que te digo?. Acaso no lees  Tolstoi o  Thoreau  y quizas a Conrad. Te gusta. Te gusta  meterte derechito en el “corazón de las tinieblas” ¿no? Te gusta revolcarte. ¿No es así?
Puse la misma cara que cuando por primera vez me explicaron trigonometría en el secundario.
Martillo al clavo salido, que es el que siempre recibe el golpe.
        - ¿Y vos que haces acá? Le dije desviando el tema, que evidentemente me molestaba.
        - No hago nada, fumo pasta, y nada más. Que más necesitas saber, no hay mucho. Tuve mujer, hijos y hasta un trabajo. Pero no mucho más. No me acuerdo, lo único que me acuerdo son los libros que leí alguna vez, y que pensé que eran cuentos, pero no acá nomás me ves, hablando con Siddartha en persona. Al fin de cuentas, no eran solo historias.
El tipo entre arrebatos y sonrisas vacías me miraba superior, desde una altura incomprensible y lejana.
        - ¿Y vos que haces?, ya que me preguntas tanto, y de vos ¿que puedo saber?. Seguro sos más interesante que esta bolsa de huesos, aparte a falta e libros un personaje no me viene nada mal, hace rato que no repaso las hojas de alguien. Y de todas maneras mañana ni me voy a acordar.
Me gustó la idea de contarle, después de todo me la paso todo el día escuchando pavadas.
Aunque no me asumo interesante igual le respondí con simpleza.
-         No sé trabajo, tengo una familia hermosa, techo, comida todos los días, bue como todos los días, escribo algo, sobre lo que veo en la calle, no mucho. Soy un tipo de vida simple. Que corre siempre desde atrás a la plata. Nada más, eterno corredor de la coneja. Un lindo burgués. Bien comuncito.
-         Entiendo, entonces te ganas la vida escribiendo no?
-         No estas loco?!!, tengo que trabajar. No me refería a eso lo de escribir es… digamos un hobby, una salida, un escape.
-         Yo si me refería a eso, justo a eso. Trabajo es trabajo. Vida es vida.
La verdad es que no quise entender la comparación así que rápidamente, como una liebre en fuga, le cambie el ángulo a la pelota. Siempre es más fácil escapar hacía adelante.
  Nos desvariamos un poco a propósito, en la conversación. A ninguno le gustaba meterse en el hoyo profundo, especialmente a mí. A él por lo visto no le importaba ya estaba metido allí..
Picoteamos algo entre mujeres perdidas y encontradas. La pasta base y su valor en el mercado? y algo sobre la comida. Nada serio.
Y al fin tras unos cuarenta minutos, me bendijo como un párroco de iglesia de pueblo y nos despedimos.
Le pedí una foto, pero se negó y yo lo comprendí.
-         Cuídate pibe! La moto es peligrosa, la calle es peligrosa.
Yo me reí algo nervioso, y metí las manos en mi bolsillo flaco para darle unos mangos. Saque diez pesos arrugados y se los dí.
Lucido y gentil, el tipo me miró y me dijo.
-         “Primero lo primero” y me extendió la mano para darme un fuerte apretón
Nos saludamos como se saludan los hombres. Cortos y firmes.
Separó sus manos llenas de callos y mugres y feliz ahora sí agarró la plata. La guardó y me dijo algo emocionado.
-         El contacto, el contacto humano. Es lo único que extraño de todo esto, hace mucho, mucho tiempo que nadie me toca y que no toco a nadie. El contacto humano es lo único que extraño realmente. Lo único que te mantiene cuerdo en el camino. Una cuerda de agarre, un ancla en el camino. Vos me la regalaste, eso y tiempo, también palabras coherentes, ah y también diez pesos para pasta y lo más importante este apretón, muchísimo me regalaste. Yo no tengo nada para darte a cambio. Gracias, yo soy Carpincho, te doy mi nombre, para lo que necesites. Y automáticamente se sacó la gorra surcada y me mostró unos pelos locos, parados y rojos. Quizás cuando me vuelvas a ver yo no te reconozca, así que adiós para siempre.  De nuevo ojo con la lluvia que es peligrosa para el camino de retorno. Nuevamente gracias y disculpa que no te pueda dar nada.
Prendí la moto y entre pequeñas gotitas de agua que se habían filtrado en la visera me marché dentro de la noche.
Y a lo lejos Capincho se perdió de vista.
Carpincho, pobre iluso, aun cree que no me regaló nada.

q ves cuando no ves?


Adios Carpincho, un fuerte apreton de manos.


lunes, 4 de noviembre de 2013

"Inestable emocionalmente"

Repasó una vez más el trayecto de la navaja con sus manos aún húmedas y arrugadas. Despejó la neblina, el vapor formado en el espejo del baño y por última vez, revisó rigurosamente cada surco de su rostro. Una afeitada perfecta. Sin rastros.
Mezcló en el aire la fragancia de sus tres perfumes favoritos y se las impregnó, sutilmente. Conocía bien la combinación justa. La formula precisa, esa que tan bien le calzaba.
Goteando un tanto, se dirigió a la habitación, donde un traje impecable y nuevo, descansaba embolsado en su inmensa cama, alumbrado tenue con la luz bronce de un velador arrinconado. Se lo calzó como un experto y se reflejó en el espejo de un vestidor que encendió la inmensa y blanca habitación en un segundo. Retocó una vez más el calce del perfecto traje y con un cepillo de pelo fino se alisó y ordeno la cabellera entrecana y azabache, abundante y ordenada; con un corte de cientos.
Los zapatos, brillantes, finos e italianos, fueron el toque final; un broche de oro a su nivel.
Por fin sería la noche. Esa noche tan esperada luego de los múltiples rechazos. Ahora sí estaba capacitado plenamente.
No en vano había pasado los últimos treinta y cinco años preparándose.
 El celular sonando a toda hora, las reuniones extra largas y danzadoras. Las pilas de dinero acumulándose y yéndose en vanidades sin sentido ni dirección. Días enteros metidos en una dieta estricta y fibrosa. Tarde tras tarde, endureciéndose y transpirando en un gimnasio de alta gama, metido de cabeza entre rodillos y pesas. Todo un cúmulo estricto y riguroso de rituales, apilado día tras día para sacar lo mejor. Para hacerlo un hombre mejor, el mejor.
Y vaya si lo había logrado.
Constructor de un imperio sin techo, dinero apilado a montañas, deportista cabal, y macho codiciado como un “pura sangre”. Todo un ejemplo de ascendencia  social.
Y así, perfecto, prolijo, vigoroso y decidido, se subió a su auto impecable y puso marcha hacía la noche de su profecía.
El camino se abría ante él, con un respeto temeroso y noble. Las calles caras de la ciudad lo veneraban a cada paso.
Una suave sintonía  en blue, aullaba de fondo por los parlantes precisos y un viento perfumado de hierbas floreadas se colaba por las rendijas del habitáculo. Viajaba en paz, solo recordando aquello que lo había conmovido hasta los huesos el murmullo de aquellas últimas palabras que lo habían bifurcado hace muchísimos. Machacándolo para siempre.
“Inestable emocionalmente”.
  Aquello fue lo último que escucho salir de esos labios crema que ahora se perdían en el tiempo. 
Ni la guerra, ni la muerte, ni la enfermedad, ni siquiera la traición de un amigo. Nada cala más profundo en la mente de un hombre que una mujer.
Nada lastima tan hondo y tan duro. No hay dagas tan filosas ni tan profundas.
 La mujer,  es lo único que  pone al hombre bajo las suelas, directo a oler el piso. Y es lo único que lo deja sin caminos y en penumbras, solo vislumbrando entre sombras un farol lejano y esquivo.
Y ahí donde los caminos se separan y las heridas se agrandan solo quedan un puñado  pequeño de opciones a mano. Una sola mano para jugar. Con la mayoría de las cartas ridículamente marcadas y adormecedoras, y algunas, solo algunas pocas liberadoras.
Entonces, aferrado a una suerte de revancha él se dirigía fortalecido por primera vez, en todos los años pasados. Como nunca antes.
Llevaba aprisionando en su mente en racimo, las imágenes que no lo dejaban respirar desde siempre.  Siempre, ella.
En cada mujer se escondía.
Su rostro de antaño era el de cada chica que le sonreía fútil en el gimnasio. El fulgor de su voz, en cada carcajada de sus subordinadas regaladas. Su lejano aroma, surgiendo de la nada en la calle más insólita. Era la dama detrás de cada decisión empresarial. Era la sombra, atormentadora en cada una de sus múltiples, incontables y deseosas amantes. Era el vapor difuso de cada mañana y  el fantasma de cada noche. El único motivo, por el cual se había preparado toda la vida. La razón y el fin. Solo por eso había decidido a seguir. No había otra razón.


Es por eso, que los abrazos exagerados y falsos lo abrumaron de inmediato al llegar, eso y sentir el olor mezclado entre  admiración y recelo.
Una y otra vez había rechazado ir esos encuentros, que cada tanto, viejos conocidos y compañeros hacían. Y ahora era su victima más fácil.  Reuniones  llenas de museos y novedades. Sonrisas incomprensiblemente lejanas y falsas, viciadas de tiempo.
Aquellas siluetas del pasado ahora eran caricaturas sin simpatía, revestidas de un crepúsculo que él no poseía. Era la torre en un derribe generalizado y las palmadas tontas y aduladoras no hacían más que adormecerlo.
Hace tanto que no escuchaba esa música, ni caminaba en ese lugar, entre esas luces y personas densas y pasadas que le parecía estar flotando. Ni siquiera el alcohol, fiel ladero,  lo ayudaba a soporta unos minutos allí. Se le hacía insoportable.
Aun así estaba alerta y al sobrevuelo. Esperando una pista.
Solo una mirada, un cruce, quizás una sonrisa disimulada. Nada más necesitaba.
No buscaba arrancarla de los brazos de su hombre, ni hacerle una escena gloriosa de revancha. No era su estilo. Era poco lo que realmente necesitaba, solo esperaba una mínima señal. Algo que le hiciese saber que ella lo sabía, que frente a ella estaba su error. Simplemente eso.
Interiormente esperaba verla, fea y envejecida. Deteriorada con el paso del tiempo marcado en su rostro arrepentido, pero también, más  dentro y más profundo que cualquier sentimiento sabía que sería igual. Solo una falsa defensa, una empalizada frágil construida inútilmente. Solo esperaba no exagerar, ni en la derrota ni en la victoria. Y flotando, se metió en la escena. Actuando solo lo necesario.

Y de pronto. Como un halcón detecta a un conejo en la maleza. Cuando aquella vieja canción interminable terminó de sonar. Simplemente y casi por casualidad y sin encanto la advirtió. Sin magia sin estruendos. Cuando la noche se hacía más noche.
 Él de entre todas la vislumbro. Como a un sol saliente.
Su nuca sintió el suave y punzante golpe de una mirada. Y girando lento la vio allí. Entre todas, aun reinaba.   
Bastó con una sola mirada cruzada intensa y atormentada, de no más un minuto, directa lejana y a los ojos, para por fin entenderlo todo. Era suya. Siempre.
 De lejos, su victoria se le hizo dolorosamente sabrosa.
A pesar del tiempo, esperado solo ese segundo le bastó para por fin comprender y saber aquello que lo comía desde adentro. El lo sabía, ella también lo supo. Ambos comprendieron. Lejanos y rápidamente. Y  fue suficiente para siempre.
Ya estaba satisfecho,  después de todo, entendió que fue un camino cruzado antes de lo esperado. Solo eso. Un viejo tablero reacomodado.
 Ya era hora de volver a casa. Volver y espantar a los espíritus.
Adiós al pasado. Por la mañana un nuevo sol saldría, calido e intenso.  


Una motocicleta con el escape roto lo despertó de repente, en plena calle dura de cemento,  piedra y suciedad. Gritos y bocinas.
El sol a sus espaldas lo contorneó.
Su cabello, como siempre, ondulado en un costado, erizado por detrás y sucio de la frente hasta las costras terrosas del fondo de su cabeza y en su barba negra;  difusa y profunda.
El castillo de botellas vacías de plástico cortado, donde reinaba estaba derrumbado y desparramado por toda la calle ruidosa y humeante de aceite quemado a su alrededor. Todo entre bolsas de basura acumulada, de años. Su vieja manta sucia y raída cubriendo, solo la parte del cuerpo que aun se movía sus ordenes. Dos remeras viejas junto un par de simulacros de zapatos yacían inertes a unos centímetros de aquella mano que se movía sola,  entre espasmos y calambres permanentes.
Como pudo y apoyado en un viejo tabique de madera, se levantó y arrastrando una pierna muerta, fue hacia la moto que lo había arrancado del sueño, para increparla incomprensiblemente.
Al rato volvió con un cigarrillo negro a modo de disculpas y lo desayunó junto al resto Fernet que quedaba en el fondo de un pedazo de vaso plástico viejo.
 Su mente ya no era suya y como un animal terminado, solo lo movía un atisbo de instinto de supervivencia. 
La gente, lo esquivaba.
Ido para siempre, de vez en cuando, salía de su castillo de plástico como poseído por Satanás, pero al rato siempre entre temblores descontrolados de aquella mitad que ya no le pertenecía volvía. Un olor reconocido, lo desparramó una vez más como un rayo y allí fue, solo para volver una vez más de entre los autos entre bocinazos e insultos sordos. Lejano pareció reconocer a alguien, y aunque no sabía quien era igual le lanzó un beso perdido al aire. Y nuevamente a perderse entre los desacoples de su mente, fragmentada para siempre.
Vació, solo, ciego, entumecido y desvariado.
Solo un sutil y mínimo recuerdo quedaba prendido dentro de él. Profundo dentro de una cabeza apagada. Una pequeñísima lucecita amarillenta. Una vela gastada y fundida. Aquella  alucinación que lo perseguía desde siempre, a la que seguramente retornaría en un rato más, para darle aire y vida por un tiempo.
Quizás después de todo no era la supervivencia lo que lo movía. Quizás era algo más. Otro instinto, primitivo y básico.
 Volver aunque sea una vez más.
 A su vieja, querida, y terrible, dulce pesadilla. 
     



q` ves cuando no ves?

lunes, 28 de octubre de 2013

La leyenda de los tres "reyes magos"

Cada noche que vuelvo a casa, vuelvo un poquito al pasado. Cerca hay un lugar especial y místico.
En realidad, no es tan cerca ya que para pasar por ese mágico pasaje, doy un rodeo algo irregular y a destiempo, antes de llegar. Me desvío unas cuadras del final.
Es que me gusta mucho pasar por allí.
El pasaje en cuestión, es el Pasaje Martín pescador. Quienes lo conocen saben de lo que hablo.
Quizás uno de los lugares más inesperados de toda la capital federal. Es como una pequeña viborilla que nace a mitad de una calle que no dice nada, como un corte a hachazos y tras avanzar unos metros y cruzar un umbral tipo medieval, cubierto de una enredadera eterna, se transforma en un bosque mágico. Si, una pequeña aldea típica de los pueblitos de Europa del este. La calle es  disparejamente empedrada, veredas cortas y tapizadas de hierba, casi sin baldosas, una pequeña y pintoresca plaza que hace de panza del pueblito, entre las tres las cuadras que dura el trayecto, y una ultima cuadra con árboles boscosos, hiedras selváticas, flores, plantas inexplicablemente gigantes  para una ciudad, y casitas artesanales, de gatos gordos perezosos  y satisfechos por doquier. Pocos rastros de cemento en la acera y unos inusuales nichos de cosecha urbana. Es una delicia de pasadizo, tranquilo y cuidado comunitariamente por todos los vecinos que hacen suya la vegetación y la cuidan prodigiosamente como si se tratase de un lugar común a todos. Se ensancha una cuadra, se afina a la otra y vuelve a tomar caudal en la última curva, donde misteriosamente vuelve a morir a tan solo dos cuadras de la misma calle donde nace. Y para terminar, en la última casa, en una especie de jardín abierto, inmenso y frondoso, con un mural antiquísimo estampado, de un verdadero pájaro Martín Pescador pescando en mar abierto. Una obra de arte a la intemperie más hostil.
Los pocos autos que pasan por ahí, lo hacen solo para ir o salir de sus casas, ya que es un camino sin sentido, que te saca y te trae al mismo lado solo que un poco más atrás. Quizás y pensándolo bien, es una linda forma de volver al pasado unos instantes.
Perderte dos o tres minutos en un pueblito lejano del pasado más simple, y sin darte cuenta volver al presente gris rápidamente.
Lo cierto, es que cada vez que puedo y tengo algo de tiempo, especialmente al atardecer, me pego una vueltita por allí, como cuando lo recorría en bici de chiquito. De punta, a punta, total son tres cuadritas nomás.
Paro un segundo en la placita, semivacía, y nada. Simplemente, nada de nada un ratito.
Es un pequeñísimo refugio enclavado en la ciudad, un mini bosque encantado. Hasta hay enanos esparcidos metódicamente desordenados.
 Y como no soy el único coyote que anda por allí, ya me hice de un par de conocidos, solo conocidos.
Los que me conocen lo saben bien, no soy un tipo de tener, ni de hacer muchos amigos. Mi carácter hosco, acido y sincero,  no me convierte en la mejor compañía. Pero para mi mala fortuna, muchas veces esas son las cualidades que más atraen a los demás errantes. Pero ese es otro tema.
 Así que sin darme cuenta y sin querer, me convertí súbito en un adjunto, aunque lejano, de una pequeña perrería que abreva, de vez en cuando, en la placita placida y verde..
Llegan rugiendo de a grupos, o pares, y cordonean las motos por donde pueden y quieren, y directo al pastito, a charlar a fumar y a beber espirituosos. En pequeñas moléculas desarmadas y dispersas.
Al principio, me miraron raro, aquel tipo solo en un costado, apoyado en “V” en una punta lejana, no parecía confiable, quizás hasta sospechoso; además lejos soy el más “viejito”,  pero al tiempito, aflojamos los colmillos. Y de a poco, alguna vez, con alguna pregunta aislada y alguien que me reconoció del barrio,  me acercaron a la “fogata”, y yo pausado como un perro apaleado alguna que otra vez me senté al fogón.
 Aunque, para se sincero, en general me mantengo a cierta distancia, como siempre en la mía.
Serán diez o doce, que van variando según el día o la hora.
Lo cierto es que me recuerda la época en la cual el puente de la Av. San Martín estaba cerrado y los pibes nos juntábamos bajo el túnel a “huevear” toda la noche.
 Igual que ahora.
Nos divertíamos, fácil y simple.
Solo tomado algo, charlando y mirando las “caras de póker”, que cada noche salían del “telo”, sutilmente escondido por allí, entre brumas y pinos.

Allí en el bosquecillo, una tarde y de casualidad. Escuche por primera vez la leyenda de los “Reyes Magos”.
Eran  tres, uno bien morocho, de  dreadlocks negros hasta la cintura, algo sucios; con campera militar y bastante grandote y desalineado. Siempre con un pañuelo negro con calaveras, cubriendo, lo que para mí, disimulaba una calva. El segundo, un petiso facineroso, con cara de loco y malo. Siempre ojerudo bajo lentes negros, pelito corto tipo “marine”.Dicen que su  perro, un Bull musculoso, es el más malo del barrio y que ya tuvo varios encontronazos con vecinos por ese tema.
 No soy de juzgar a la gente, pero la verdad es que no me sorprende.
El tercero, según dicen, el más normalito de todos, un gordito bueno, hablador y entrador. De visera reglamentaria y toqueton con los amigos que siempre andaba a las apuradas con un andar medio frenético. Además de siempre,  gesticular y festejar por demás,  cada chiste. Siempre “puesto”.
Cuentan que eso, lo de “Los reyes magos”, nació porque “camelleaban” en la calle todo el día. (Para aquel que no conozca el termino, “camellear” es simplemente transportar y entregar merca puerta a puerta), y porque siempre andaban de a tres llevando "regalos".
 Levantaban los paquetes en el oeste más profundo, en la villa 1-1114 y la llevaban a los distintos lugares de la ciudad. Llevaban sus regalos con habilidad y sincretismo.
 Un trabajo riesgoso, pero redituable, y hasta cierto punto pulcro. Y a simple vista parece así. Las mejores y más potentes motos que andan por allí, son siempre “camellos” o “motochorros”.
Creo que alguna vez me los crucé, pero con un simple ademán de cabeza alcanzó para la formalidad.

Pero, como todos los cuentos, siempre tiene un final.
 Un día los “reyes magos”, tenían una entrega extra, de “regalos” en Belén.
 Para ser más exactos en Belén al 100, frente a las vías del Sarmiento.
Al parecer era un buen cliente y si bien el horario era extraño, los “reyes magos”, cruzaron al oriente siguiendo su buena estrella. Según cuentan tenían un proyecto de pequeña PYME, mezcladora y diluyente, independiente y naciente entre manos, y como les contaba, creían que su  estrella los acompañaría un vez más. Y cruzaron al oriente.
Lo cierto, es que allí, los esperaba inesperadamente José.
 Un duro viejo carpintero, exiliado a las patadas, del norte hambriento, y que la vida lo había llevado a construir una suerte de pesebre precario en el terreno entre la pared y las vías. Entre chapas y maderas, José, no tenía nada. Solos  algunos colchones viejos entre pajas, alguna manta raída y algo de madera húmeda para el fuego. Una choza en plena ciudad.
 Vacío, conservaba, algunas oxidadas y carcomidas herramientas, de su antiguo oficio, que le servían para alguna changa barrial y los clásicos y fieles animales huesudos que siempre acompañan a los hombres en las malas. Nada más.
Salvo un hijo, muy querido y perdido. Un pibe, aun tibio y azul envuelto en una sabana sucia, con los pulmones infestados de raticida mezclado y diluido con yeso,  fósforo de tubo  fluorescente y naftalina. Ya sin tiritar, y con los ojos blancos y ciegos.
 
 Los “reyes”, confiados bajaron con los “regalos” prometidos.
El primero en caer fulminado por un martillo vengador, fue el negro de campera militar y dreadloks. Cayo seco y pesado, como una bolsa de papas.
 Se había metido en el pesebre confiado y  sin  casco, y el certero mazazo llego de la nada. El petiso, con cara de malo, atónito, fue el blanco de un botellazo certero, que se le filtro entre la visera del casco y lo arrodillo tras el vendaval de patadas precisas. Y ya fue tarde para la reacción, los huesos se quebrantaron chasqueando al unísono. El gordito zafó, ya que nunca se había bajado. Y, sin más y a las apuradas, sacó al “camello rumiando profundo y esforzado, entre matorral y barro, a las apuradas. Y así  se perdió como pudo profundo en el desierto. Para siempre.  

Cuando por fin el huracán cesó, cuentan que pateó a la calle, fuera de Belén a lo que quedaba de los “reyes” y los escupió con una furia vengativa, y luego delicadamente  solo cubrió con una frazada al cuerpo frío de su pibe y lo besó en la frente. El pibe ya no estaba.
José, el viejo carpintero, se  sentó frente al recuerdo inerte y perdido solo esperó.
Esperó un milagro.

Los poli tardaron algo más de una hora en llegar, junto con la ambulancia. Y allí lo maniataron sin dificultad. Sin resistencia.
Les costo algo despegarlo de la sillita. Pero nada más.
Mientras lo arrastraban, su mirada seguía fija en la frazada allí en el piso. Seguía allí esperando el milagro.
Pero como por aquí, por el sur, andamos medios escasos de milagros, nada sucedió.

Y allí en Belén una tarde noche, más exactamente Belén al 100, la leyenda de los “tres reyes magos" llego a su fin y se transformo en cuento. Un cuento para niños y no tanto.     

 

q ves cuando no ves?


Y aqui el pasaje hacia el pasado, solo para refrescar la vista. y volver atras un ratito.