Era como estar
tomando fresco en un balcón de un piso no tan alto. Un signo de paréntesis
entre bocinas, humo y humedad.
Era tan solo
observar y volver a ese ritual del tiempo disipado en nada. Solo observar.
Tomó asiento frente al cristal a la
calle, y se pidió su clásico viejo trago de aguardiente. Ese el de la botella
ocre discontinuada y la etiqueta amarillenta con aroma a pasado. Ese, el que ya
nadie pide ni pedirá.
Ahí de frente a los
indiferentes. Esos jinetes montados en sus vidas desbocadas por algo
incomprensible.
Saboreó cada gota espesa como
si fuese la última. Disfrutando esas brasa conocidas deslizándose en caída
libre por su garganta blindada con años de entrenamiento. Una pequeña muestra
gratis de lo rápido que todo había pasado. Un
abrir y cerrar de ojos. Un sueño que se va terminando. Una bandera a
cuadros. Acaso solo una pluma, una pluma volando a través del vendaval del
tiempo gastado.
Y ahí, solo entre nadie volvió
a reconocerse por primera vez en mucho tiempo. Era él. Gastado, pero él.
Con las manos ajadas y algo temblorosas.
Con la vista nublada, ya ni siquiera disimulada por sus gafas de níquel. Con su
propio reflejo blanco desdibujado en el vaso de vidrio.
A su alrededor mesas llenas de viejas
presencias ausentes. Mucha madera hinchada, mucho mármol desteñido. Aquel viejo
televisor burrero colgando desenchufado. Las paredes de otro color pero con las
viejas hendijas mal disimuladas. La mesa rala de un billar desnudo. La barra
llena de botellones viejos. Algunos banderines desdibujados, cuadros gastados y camisetas ya sin color. Y la nieta
del dueño. Esa chiquilina sin dientes que otrora corría atropellada entre
hombres, en la barra. Fija y sonriéndole a la luz brillante en su mano.
Sonrió, ya nadie lo reconocía. Era el último
de los dinosaurios.
Hurgó en lo profundo de su bolsillo
oculto dentro del traje apolillado y sacó una cigarrera de metal. Encendió con
un fósforo algo húmedo el anteúltimo cigarro de una marca extinta y pitó
fuerte.
-
¡Señor aquí no puede fumar!- le
espetó con una insolencia demoledora un joven de gafas sin aumento que bebía un
jugo de un color extraño varias mesa mas allá, mientras tecleaba su ordenador
portátil y miraba hostil a la joven en la barra.
Lo apagó avergonzado en un cenicero de
chapa y volvió a su ensueño. A observar.
Ya no estaban. Aquellos buenos viejos
amigos ya no estaban.
Chicho el verdulero, el más sagaz y
tramposo jugador de Tute cabrero de todos los tiempos. Tampoco Boris, el
sastre. Un ruso amante del buen vodka con muchas mañas para los negocios,
áspero como la lengua de un gato, pero generoso con sus amigos. Los hermanos
López que no eran mellizos pero eran iguales. Esos burros de carga tan brutos
como laburantes ya no eran recuerdo ni siquiera para los suyos, los herederos
de la cadena de almacenes transformada en supermercado con nombre foráneo; y
menos aún el viejo Manrique, ese poeta loco que nadie nunca supo de qué, ni
como vivía. Pero que era un barril hondo de anécdotas improbables. Historias
que él mismo se había hurtado para inventarse un pasado glorioso que no poseía frente
a sus nietos cuando aun lo veneraban.
Ni ellos, ni otros tanto, ni nadie.
Incluso ya no estaba el “díscolo” tano de la barra. Aquel mujeriego tan amante
de las mujeres como de su esposa, una rechoncha matrona de mal carácter que
siempre lo vigilaba atenta con su inseparable palo de amasar lleno de harina
recién molida.
Era el último.
Observó la hora en su reloj plateado a
cuerda y pensó en ella. Agitado quiso buscar el dinero, pagar y volver a casa
antes de la conocida reprimenda por venir. Pero lo recordó justo a tiempo, ella
ya no estaba. Su compañera de barco, de guerra, de triunfos, de fracasos, de
alegrías. La “Jefa” ya no estaba, lo recordó. Y como hace rato no le pasaba,
una hiedra de hiel le recorrió el espinazo y
se sintió muy solo.
Aguzando
los sentidos vio pasar unos jóvenes frescos charlando. Gritando sin sentido ni
orden, llenos de espíritu salvaje y vio a sus nietos después de tanto tiempo
sin verlos. Y otra vez sonrío al recordar los agitados cuentos de tantas noches
sin poder dormirlos. Pequeños destellos de alegría que se apagaban al instante
cuando regresaban los padres. Esos orgullos que rara vez le agradecían algo.
De pronto, un aroma a carbón nuevo se
filtró vaya uno a saber por donde. Y volvieron a su olfato seco esos días de
madrugones pesados. De noches pesados. De viento empujando. De nubes frías.
Sacos mustios, jeans gastados, camisa, gomina y piel. De tanto por todos. Esa
pequeña construcción que día a día había apilado para darle a los suyos algo más
que a él. Un ladrillo tras otro de puro músculo al límite. Horas extras,
llegadas tarde, bromas futboleras, peleas de hombres rudos, tan poco tiempo,
tanto por construir. Barrios municipales, asado, hipotecas. Tornos,
herramientas, martillos, agujas. De todo un poco con tal de llevar un pan y
quizás algo más. Una pizca mínima de dignidad.
Y recordó los delantales blancos
almidonados, y un idioma de aldea olvidado en el arcón de su memoria. El
susurro gutural, lleno de consonante y con tan pocas vocales que tan bien conocía. El brillo de las velas
blancas sobre un mantel reluciente de un viernes al atardecer. Y regresó al pan
trenzado de su propia abuela, ese con el gusto que ya nunca volvió a probar
jamás, por mas esfuerzo que su “ella” le ponía al hacerlo. El brindis prohibido
y su abuelo cómplice entre escondidas y guiñadas dándole un sorbo de vino.
Tantas caras perdidas en el tiempo regresando en cordiales fantasmas sin nombre
que hace rato no aparecían, y que de pronto se sentaban a su mesa a compartir
unos segundos nimios. A observar, solo a observar. Como él mismo. Con él mismo.
Y lloró de emoción. De sus ojos verdes
sin el brillo de antes brotaron unos pequeños diamantes y trastabillaron por
sus mejillas para morir en sus labios, entre grietas de arrugas y una barba
cana mal afeitada. Ellos le recordaron que las lágrimas son saladas. Como el
mar, ese viejo azul de sus vacaciones de a dos. Luego de a muchos, mas tarde de
a muchos más y otra vez de a pocos. Y ya. Al final, otra vez de a par.
En
una planta artificial colgando inerte vio la hierba recién crecida de su primer
jardín en un domingo de rocío, y a
“Hunt” su mestizo tan querido corriendo tras sus talones desnudos
mientras papá echaba leña y preparaba el manjar del domingo antes de ira de la
mano a la cancha juntos a ver perder al equipo de sus amores. Como siempre, a
perder y juntos.
De pronto, en esa dama saliendo con una
bolsa de un “chino” encontró a mamá esperando firme para hacer los deberes. Con
la taza de leche tibia, las tostadas con mermelada casera, los lápices
ordenados y una amor de chocolate mezclado con furia de fuego que no volvió a
ver en nadie mas.
Con cada niño saliendo a los gritos de la
escuela con las caras extraviadas presas de la felicidad se le estrujó el corazón añorando los momentos
perdidos. De dientes ausentes, actos insulsos y logros tan enormes como
ignorados. Y los diamantes rodaron otra vez, pero esta vez agrios. Como las
huellas que se pierden en la arena y ya no vuelven a ser caminadas.
Y así como vino como un rayo, todo se
fue. El circuito volvió a abrirse y la nada lo tomó por sorpresa. Otra vez.
-
Ahí esta señor- murmuro la
jovencita en la barra- es el viejo de la tele.
Moviendo la cabeza y mezclando furia con
vergüenza un caballero de buen traje y mala
cara se acercó a la mesa, lo tomó del brazo y le dijo.
-
Viejo, ¿¡que haces acá!? ¿Te
volviste a escapar? Veni, vamos. Te
llevo al geriátrico de vuelta, ya me van a escuchar esos inútiles. Decime, ¿sabes
quien soy, sabes quien sos?
-
Lo siento caballero, no lo
conozco. Discúlpeme. No se quien es usted, pero sí se quien soy. Usted vera, no
recuerdo mi nombre, eso no, pero si lo que soy. Solo soy... -balbuceó a gatas
como buscando alguna pista- solo soy un dinosaurio en un balcón.
Y se marchó del viejo bar por última vez.
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