Q VES CUANDO NO VES?

Q VES CUANDO NO VES?

lunes, 27 de julio de 2015

Un dinosaurio en un balcón.

Era como estar tomando fresco en un balcón de un piso no tan alto. Un signo de paréntesis entre bocinas, humo y humedad.
Era tan solo observar y volver a ese ritual del tiempo disipado en nada. Solo observar.

Tomó asiento frente al cristal a la calle, y se pidió su clásico viejo trago de aguardiente. Ese el de la botella ocre discontinuada y la etiqueta amarillenta con aroma a pasado. Ese, el que ya nadie pide ni pedirá.
Ahí de frente a los indiferentes. Esos jinetes montados en sus vidas desbocadas por algo incomprensible.
Saboreó cada gota espesa como si fuese la última. Disfrutando esas brasa conocidas deslizándose en caída libre por su garganta blindada con años de entrenamiento. Una pequeña muestra gratis de lo rápido que todo había pasado. Un  abrir y cerrar de ojos. Un sueño que se va terminando. Una bandera a cuadros. Acaso solo una pluma, una pluma volando a través del vendaval del tiempo gastado.
Y ahí, solo entre nadie volvió a reconocerse por primera vez en mucho tiempo. Era él. Gastado, pero él.
Con las manos ajadas y algo temblorosas. Con la vista nublada, ya ni siquiera disimulada por sus gafas de níquel. Con su propio reflejo blanco desdibujado en el vaso de vidrio.
A su alrededor mesas llenas de viejas presencias ausentes. Mucha madera hinchada, mucho mármol desteñido. Aquel viejo televisor burrero colgando desenchufado. Las paredes de otro color pero con las viejas hendijas mal disimuladas. La mesa rala de un billar desnudo. La barra llena de botellones viejos. Algunos banderines desdibujados, cuadros  gastados y camisetas ya sin color. Y la nieta del dueño. Esa chiquilina sin dientes que otrora corría atropellada entre hombres, en la barra. Fija y sonriéndole a la luz brillante en su mano.
Sonrió, ya nadie lo reconocía. Era el último de los dinosaurios.
Hurgó en lo profundo de su bolsillo oculto dentro del traje apolillado y sacó una cigarrera de metal. Encendió con un fósforo algo húmedo el anteúltimo cigarro de una marca extinta y pitó fuerte.
-        ¡Señor aquí no puede fumar!- le espetó con una insolencia demoledora un joven de gafas sin aumento que bebía un jugo de un color extraño varias mesa mas allá, mientras tecleaba su ordenador portátil y miraba hostil a la joven en la barra. 


Lo apagó avergonzado en un cenicero de chapa y volvió a su ensueño. A observar.
Ya no estaban. Aquellos buenos viejos amigos ya no estaban.
Chicho el verdulero, el más sagaz y tramposo jugador de Tute cabrero de todos los tiempos. Tampoco Boris, el sastre. Un ruso amante del buen vodka con muchas mañas para los negocios, áspero como la lengua de un gato, pero generoso con sus amigos. Los hermanos López que no eran mellizos pero eran iguales. Esos burros de carga tan brutos como laburantes ya no eran recuerdo ni siquiera para los suyos, los herederos de la cadena de almacenes transformada en supermercado con nombre foráneo; y menos aún el viejo Manrique, ese poeta loco que nadie nunca supo de qué, ni como vivía. Pero que era un barril hondo de anécdotas improbables. Historias que él mismo se había hurtado para inventarse un pasado glorioso que no poseía frente a sus nietos cuando aun lo veneraban.
Ni ellos, ni otros tanto, ni nadie. Incluso ya no estaba el “díscolo” tano de la barra. Aquel mujeriego tan amante de las mujeres como de su esposa, una rechoncha matrona de mal carácter que siempre lo vigilaba atenta con su inseparable palo de amasar lleno de harina recién molida.
Era el último.
Observó la hora en su reloj plateado a cuerda y pensó en ella. Agitado quiso buscar el dinero, pagar y volver a casa antes de la conocida reprimenda por venir. Pero lo recordó justo a tiempo, ella ya no estaba. Su compañera de barco, de guerra, de triunfos, de fracasos, de alegrías. La “Jefa” ya no estaba, lo recordó. Y como hace rato no le pasaba, una hiedra de hiel le recorrió el espinazo y  se sintió muy solo.
Aguzando los sentidos vio pasar unos jóvenes frescos charlando. Gritando sin sentido ni orden, llenos de espíritu salvaje y vio a sus nietos después de tanto tiempo sin verlos. Y otra vez sonrío al recordar los agitados cuentos de tantas noches sin poder dormirlos. Pequeños destellos de alegría que se apagaban al instante cuando regresaban los padres. Esos orgullos que rara vez le agradecían algo.
De pronto, un aroma a carbón nuevo se filtró vaya uno a saber por donde. Y volvieron a su olfato seco esos días de madrugones pesados. De noches pesados. De viento empujando. De nubes frías. Sacos mustios, jeans gastados, camisa, gomina y piel. De tanto por todos. Esa pequeña construcción que día a día había apilado para darle a los suyos algo más que a él. Un ladrillo tras otro de puro músculo al límite. Horas extras, llegadas tarde, bromas futboleras, peleas de hombres rudos, tan poco tiempo, tanto por construir. Barrios municipales, asado, hipotecas. Tornos, herramientas, martillos, agujas. De todo un poco con tal de llevar un pan y quizás algo más. Una pizca mínima de dignidad.
Y recordó los delantales blancos almidonados, y un idioma de aldea olvidado en el arcón de su memoria. El susurro gutural, lleno de consonante y con tan pocas vocales  que tan bien conocía. El brillo de las velas blancas sobre un mantel reluciente de un viernes al atardecer. Y regresó al pan trenzado de su propia abuela, ese con el gusto que ya nunca volvió a probar jamás, por mas esfuerzo que su “ella” le ponía al hacerlo. El brindis prohibido y su abuelo cómplice entre escondidas y guiñadas dándole un sorbo de vino. Tantas caras perdidas en el tiempo regresando en cordiales fantasmas sin nombre que hace rato no aparecían, y que de pronto se sentaban a su mesa a compartir unos segundos nimios. A observar, solo a observar. Como él mismo. Con él mismo.
Y lloró de emoción. De sus ojos verdes sin el brillo de antes brotaron unos pequeños diamantes y trastabillaron por sus mejillas para morir en sus labios, entre grietas de arrugas y una barba cana mal afeitada. Ellos le recordaron que las lágrimas son saladas. Como el mar, ese viejo azul de sus vacaciones de a dos. Luego de a muchos, mas tarde de a muchos más y otra vez de a pocos. Y ya. Al final, otra vez de a par.
En una planta artificial colgando inerte vio la hierba recién crecida de su primer jardín en un domingo de rocío, y a  “Hunt” su mestizo tan querido corriendo tras sus talones desnudos mientras papá echaba leña y preparaba el manjar del domingo antes de ira de la mano a la cancha juntos a ver perder al equipo de sus amores. Como siempre, a perder y juntos.
De pronto, en esa dama saliendo con una bolsa de un “chino” encontró a mamá esperando firme para hacer los deberes. Con la taza de leche tibia, las tostadas con mermelada casera, los lápices ordenados y una amor de chocolate mezclado con furia de fuego que no volvió a ver en nadie mas.
Con cada niño saliendo a los gritos de la escuela con las caras extraviadas presas de la felicidad  se le estrujó el corazón añorando los momentos perdidos. De dientes ausentes, actos insulsos y logros tan enormes como ignorados. Y los diamantes rodaron otra vez, pero esta vez agrios. Como las huellas que se pierden en la arena y ya no vuelven a ser caminadas.
Y así como vino como un rayo, todo se fue. El circuito volvió a abrirse y la nada lo tomó por sorpresa. Otra vez.

-        Ahí esta señor- murmuro la jovencita en la barra- es el viejo de la tele.
Moviendo la cabeza y mezclando furia con vergüenza  un caballero de buen traje y mala cara se acercó a la mesa, lo tomó del brazo y le dijo.
-        Viejo, ¿¡que haces acá!? ¿Te volviste a escapar?  Veni, vamos. Te llevo al geriátrico de vuelta, ya me van a escuchar esos inútiles. Decime, ¿sabes quien soy, sabes quien sos?
-        Lo siento caballero, no lo conozco. Discúlpeme. No se quien es usted, pero sí se quien soy. Usted vera, no recuerdo mi nombre, eso no, pero si lo que soy. Solo soy... -balbuceó a gatas como buscando alguna pista- solo soy un dinosaurio en un balcón.




Y se marchó del viejo bar por última vez.




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