Q VES CUANDO NO VES?

Q VES CUANDO NO VES?

domingo, 23 de agosto de 2015

Trenes y rubios.

Ya ni recuerdo como, ni cuando, ni porque. Lo cierto es que desde pequeño las palabras me resultaron un tanto misteriosas. Fui, y aun sigo siéndolo, una criatura silenciosa. Un gato de palabras contadas y gestos disimulados.
Prefiero escuchar a decir, y aquellos que me conocen lo saben. Conocen mis silencios, mis cavilaciones en cuanto a las relaciones sociales, y especialmente esa clase de “déficit de atención” que poseo en los momentos fútiles, esos que tanto abundan.
Pero, ¿a que viene este asunto de las palabras? Simple, de todas las palabras hay dos que desde pequeño siempre me llamaron demasiado la atención. Palabras cuadradas intentando encajar mundo de círculos.
La primera es casi jerga y no tiene mayor importancia. Viene de herencia genética laboral y realmente no tiene sentido decirla. Me da tanta vergüenza como apatía.
La segunda es “DURMIENTES”, y aunque no tiene nada de particular, esa vez que mi “Zeide” me la nombró por primera me quedo rebotando en el eco vacío de mi cabeza mientras yo, como un idiota extasiado y él con la paciencia que solo posee un abuelo mirábamos pasar los trenes.
Al principio confieso, ni idea a lo que se refería.
Yo, el rubiecito de flequillo indomable miraba a través de las ventanas  en los vagones e intentaba ubicar a aquellos que dormían dentro. Y aunque desde ese menos de un metro no llegaba a verlos con claridad ya creía haberlo captado. Pero no, solo cuando la barrera se levantó, y “Baruch” me acercó a una de las maderas que rechinaban en las vías entendí a que se refería. Aunque en ese momento no deducía la razón.
Esos trozos nobles que aguantan el paso del tren y amortiguan su paso, se llaman también durmientes. Entiéndanme, yo era un chiquilín indómito y un tanto lento así que guardé la palabra sin entenderla y me la llevé a mi mundo de silencios.
Pero esta volvió hace poco de la mano de otro chiquilín rubio de flequillo indomable y tan indómito como su padre. Una tarde de sábado  mientras repetíamos el ritual olvidado de ver pasar los trenes.
- ¿Ves Thiago?, esa maderas que se mueven cuando pasa el tren se llaman durmientes- y me miró tan azul, como yo había mirado al de la boina que me acompañaba.
- ¿Por qué se llaman así?- preguntó con la inocencia del que no sabe mentir, ni guardar.
Y como soy de pocas palabras, pero tengo cierta imaginación inútil le inventé un cuento.

-Hace muchos, mucho años a un rey se le ocurrió inventar el tren (debí ser abreviado en extremo ya que su concentración en mis historia languidece rápido y porque también, lo reconozco, soy ciertamente aburrido para contarlas). Ese, al que se le ocurrió inventar el tren tenía la idea pero no sabía bien como llevarla a cabo. Tenía las locomotoras, las vías, las barreras y todo lo demás. Pero no se le ocurría como montarlas en la tierra movediza. Entonces…entonces como pasa siempre que no se ocurre nada se buscan otras soluciones, y pensó en un mago. Si, en un mago. Pero, ¿sabes? tuvo un problema muy  grande, en todo su enorme reino no había ni uno solo. Y para peor, nadie conocía a ninguno. Tene en cuenta que había echado a los magos hace rato porque decían que eran unos mentirosos y que la gente ya no les creía.
Ese rey buscó y buscó, pero nada. Nadie conocía a ningún mago. Nada `por aquí, nada por allá. Ni uno.
Pusieron avisos en los diarios, en la radio, en la calle, pero nada.
No Thiago, no se les ocurrió un aviso en Internet, en esa época no existía. En serio, no me mires así, en esa época no existía. Y cuando yo era chico, tampoco. De verdad, aunque no me creas.
Pero dejame seguir porque ya te estás distrayendo.
La idea de un tren ya estaba por ser olvidada, no había manera de poner los rieles en la tierra si que estos se moviera y se desarmaran todos. Pero el rey era muy terco.
Sin ideas, ni ayuda ni magos, se puso triste. Tanto que ni quiso salir de su palacio por meses. Estaba triste, desaliñado y sin ganas. Entonces… cuando parecía estar todo perdido apareció el último mago de todos. Uno que vivía muy, pero muy lejos. Tan lejos  que tardó varios años en llegar.
Te la hago corta, ya estas aburrido. Ese mago le prometió al rey una solución mágica.
- Y claro pá, como no iba a ser mágica sí era un mago- infirió el pequeño a estás alturas mas apurado por ir a comprar papas fritas que por escuchar el fin del cuento.
-Bueno, la solución mágica fue la siguiente, escucha: pusieron las vías sobre la tierra y cada un par de metros pondrían una personas uniéndolas. Y con eso evitando que se muevan. Entonces cuando el tren iba a pasar sobe cada uno, el mago los iba a hacer muy fuertes. Tanto que el tren los iba a poder pasar por arriba y ellos ni se iban a dar cuenta. Así de fuertes los iba hacer.
Y aunque se necesitasen miles, millones de personas acostadas entre las vías soportando el paso de la locomotora y sus vagones, la idea le pareció genial al rey. Y pusieron manos a la obra.
Buscaron a los que sobraban. Los que no tenían trabajo, a los que vagaban por las calles, a los que nadie reclamaba, a los que no tenían hogar, a todos aquellos que no tenían donde ir; y a ellos los usaron para trabajar en el tren del rey. A todos los que no encajaban en el mundo feliz los pusieron a hacer algo cómodo para todos los ciudadanos útiles del reinado
Pero como sabes “Pucho”, los magos siempre son un poco tramposos y este en especial estaba embroncado con el rey por haberlo echado hace años así que hizo un pequeño truco.
Durmió muy profundo a todas las personas que estaban acostadas esperando que pase el tren. A todos y a cada uno. Tan profundo que ni ellos ni los que paseaban en el tren se daban cuenta que eran personas. Tanto que de tan dormidos parecían ser de madera. Y el tren se construyó, y las vías  se `pusieron sobre los durmientes y todos se olvidaron de que eran personas. ¿Sabes?, ni los veían. Tanto se olvidaron ellos que se fueron haciendo de madera (otra cosa mágica). Eran solo durmientes de madera bajo los trenes. Y así se quedaron. Durmiendo bajo las vías para siempre. Y por eso, justo por eso se llaman durmientes.

Mi rubio sonrió sin creerme una palabra, me pidió plata y corriendo solito fue a comprarse su botella de bebida y sus ansiadas papas fritas.
Yo me quedé un rato ahí. Como hace años. Mirándolos  crujir casi hasta astillarse bajo los trenes mientras el mundo pasa ciego sobre ellos, a su lado.
Me quedé como antes. Como hace tiempo no me quedaba, con la misma extraña sensación de antaño. Guardando silencios, tragando palabras, entendiendo aunque sin entender del todo.
 Me quedé ahí mirando; y por fin concibiendo esa palabra que me había quedado atragantada, rebotando sin manija en mi interior.
 Durmientes.  





·  Durmientes de madera: utilizando maderas (conocidas popularmente ) como pino, haya, roble, y de quebracho en Sudamérica, dependiendo del uso, el costo y durabilidad necesaria. Este tipo de durmiente proporciona como ventaja, la fácil manipulación debido a su peso y su flexibilidad ante golpes o similares.
        





      
Q´ ves cuando no ves....

lunes, 27 de julio de 2015

Un dinosaurio en un balcón.

Era como estar tomando fresco en un balcón de un piso no tan alto. Un signo de paréntesis entre bocinas, humo y humedad.
Era tan solo observar y volver a ese ritual del tiempo disipado en nada. Solo observar.

Tomó asiento frente al cristal a la calle, y se pidió su clásico viejo trago de aguardiente. Ese el de la botella ocre discontinuada y la etiqueta amarillenta con aroma a pasado. Ese, el que ya nadie pide ni pedirá.
Ahí de frente a los indiferentes. Esos jinetes montados en sus vidas desbocadas por algo incomprensible.
Saboreó cada gota espesa como si fuese la última. Disfrutando esas brasa conocidas deslizándose en caída libre por su garganta blindada con años de entrenamiento. Una pequeña muestra gratis de lo rápido que todo había pasado. Un  abrir y cerrar de ojos. Un sueño que se va terminando. Una bandera a cuadros. Acaso solo una pluma, una pluma volando a través del vendaval del tiempo gastado.
Y ahí, solo entre nadie volvió a reconocerse por primera vez en mucho tiempo. Era él. Gastado, pero él.
Con las manos ajadas y algo temblorosas. Con la vista nublada, ya ni siquiera disimulada por sus gafas de níquel. Con su propio reflejo blanco desdibujado en el vaso de vidrio.
A su alrededor mesas llenas de viejas presencias ausentes. Mucha madera hinchada, mucho mármol desteñido. Aquel viejo televisor burrero colgando desenchufado. Las paredes de otro color pero con las viejas hendijas mal disimuladas. La mesa rala de un billar desnudo. La barra llena de botellones viejos. Algunos banderines desdibujados, cuadros  gastados y camisetas ya sin color. Y la nieta del dueño. Esa chiquilina sin dientes que otrora corría atropellada entre hombres, en la barra. Fija y sonriéndole a la luz brillante en su mano.
Sonrió, ya nadie lo reconocía. Era el último de los dinosaurios.
Hurgó en lo profundo de su bolsillo oculto dentro del traje apolillado y sacó una cigarrera de metal. Encendió con un fósforo algo húmedo el anteúltimo cigarro de una marca extinta y pitó fuerte.
-        ¡Señor aquí no puede fumar!- le espetó con una insolencia demoledora un joven de gafas sin aumento que bebía un jugo de un color extraño varias mesa mas allá, mientras tecleaba su ordenador portátil y miraba hostil a la joven en la barra. 


Lo apagó avergonzado en un cenicero de chapa y volvió a su ensueño. A observar.
Ya no estaban. Aquellos buenos viejos amigos ya no estaban.
Chicho el verdulero, el más sagaz y tramposo jugador de Tute cabrero de todos los tiempos. Tampoco Boris, el sastre. Un ruso amante del buen vodka con muchas mañas para los negocios, áspero como la lengua de un gato, pero generoso con sus amigos. Los hermanos López que no eran mellizos pero eran iguales. Esos burros de carga tan brutos como laburantes ya no eran recuerdo ni siquiera para los suyos, los herederos de la cadena de almacenes transformada en supermercado con nombre foráneo; y menos aún el viejo Manrique, ese poeta loco que nadie nunca supo de qué, ni como vivía. Pero que era un barril hondo de anécdotas improbables. Historias que él mismo se había hurtado para inventarse un pasado glorioso que no poseía frente a sus nietos cuando aun lo veneraban.
Ni ellos, ni otros tanto, ni nadie. Incluso ya no estaba el “díscolo” tano de la barra. Aquel mujeriego tan amante de las mujeres como de su esposa, una rechoncha matrona de mal carácter que siempre lo vigilaba atenta con su inseparable palo de amasar lleno de harina recién molida.
Era el último.
Observó la hora en su reloj plateado a cuerda y pensó en ella. Agitado quiso buscar el dinero, pagar y volver a casa antes de la conocida reprimenda por venir. Pero lo recordó justo a tiempo, ella ya no estaba. Su compañera de barco, de guerra, de triunfos, de fracasos, de alegrías. La “Jefa” ya no estaba, lo recordó. Y como hace rato no le pasaba, una hiedra de hiel le recorrió el espinazo y  se sintió muy solo.
Aguzando los sentidos vio pasar unos jóvenes frescos charlando. Gritando sin sentido ni orden, llenos de espíritu salvaje y vio a sus nietos después de tanto tiempo sin verlos. Y otra vez sonrío al recordar los agitados cuentos de tantas noches sin poder dormirlos. Pequeños destellos de alegría que se apagaban al instante cuando regresaban los padres. Esos orgullos que rara vez le agradecían algo.
De pronto, un aroma a carbón nuevo se filtró vaya uno a saber por donde. Y volvieron a su olfato seco esos días de madrugones pesados. De noches pesados. De viento empujando. De nubes frías. Sacos mustios, jeans gastados, camisa, gomina y piel. De tanto por todos. Esa pequeña construcción que día a día había apilado para darle a los suyos algo más que a él. Un ladrillo tras otro de puro músculo al límite. Horas extras, llegadas tarde, bromas futboleras, peleas de hombres rudos, tan poco tiempo, tanto por construir. Barrios municipales, asado, hipotecas. Tornos, herramientas, martillos, agujas. De todo un poco con tal de llevar un pan y quizás algo más. Una pizca mínima de dignidad.
Y recordó los delantales blancos almidonados, y un idioma de aldea olvidado en el arcón de su memoria. El susurro gutural, lleno de consonante y con tan pocas vocales  que tan bien conocía. El brillo de las velas blancas sobre un mantel reluciente de un viernes al atardecer. Y regresó al pan trenzado de su propia abuela, ese con el gusto que ya nunca volvió a probar jamás, por mas esfuerzo que su “ella” le ponía al hacerlo. El brindis prohibido y su abuelo cómplice entre escondidas y guiñadas dándole un sorbo de vino. Tantas caras perdidas en el tiempo regresando en cordiales fantasmas sin nombre que hace rato no aparecían, y que de pronto se sentaban a su mesa a compartir unos segundos nimios. A observar, solo a observar. Como él mismo. Con él mismo.
Y lloró de emoción. De sus ojos verdes sin el brillo de antes brotaron unos pequeños diamantes y trastabillaron por sus mejillas para morir en sus labios, entre grietas de arrugas y una barba cana mal afeitada. Ellos le recordaron que las lágrimas son saladas. Como el mar, ese viejo azul de sus vacaciones de a dos. Luego de a muchos, mas tarde de a muchos más y otra vez de a pocos. Y ya. Al final, otra vez de a par.
En una planta artificial colgando inerte vio la hierba recién crecida de su primer jardín en un domingo de rocío, y a  “Hunt” su mestizo tan querido corriendo tras sus talones desnudos mientras papá echaba leña y preparaba el manjar del domingo antes de ira de la mano a la cancha juntos a ver perder al equipo de sus amores. Como siempre, a perder y juntos.
De pronto, en esa dama saliendo con una bolsa de un “chino” encontró a mamá esperando firme para hacer los deberes. Con la taza de leche tibia, las tostadas con mermelada casera, los lápices ordenados y una amor de chocolate mezclado con furia de fuego que no volvió a ver en nadie mas.
Con cada niño saliendo a los gritos de la escuela con las caras extraviadas presas de la felicidad  se le estrujó el corazón añorando los momentos perdidos. De dientes ausentes, actos insulsos y logros tan enormes como ignorados. Y los diamantes rodaron otra vez, pero esta vez agrios. Como las huellas que se pierden en la arena y ya no vuelven a ser caminadas.
Y así como vino como un rayo, todo se fue. El circuito volvió a abrirse y la nada lo tomó por sorpresa. Otra vez.

-        Ahí esta señor- murmuro la jovencita en la barra- es el viejo de la tele.
Moviendo la cabeza y mezclando furia con vergüenza  un caballero de buen traje y mala cara se acercó a la mesa, lo tomó del brazo y le dijo.
-        Viejo, ¿¡que haces acá!? ¿Te volviste a escapar?  Veni, vamos. Te llevo al geriátrico de vuelta, ya me van a escuchar esos inútiles. Decime, ¿sabes quien soy, sabes quien sos?
-        Lo siento caballero, no lo conozco. Discúlpeme. No se quien es usted, pero sí se quien soy. Usted vera, no recuerdo mi nombre, eso no, pero si lo que soy. Solo soy... -balbuceó a gatas como buscando alguna pista- solo soy un dinosaurio en un balcón.




Y se marchó del viejo bar por última vez.




jueves, 7 de mayo de 2015

Sabio, lleno y solo.

A veces, muy pocas veces el destino es el que nos busca, y para suerte o desgracia...nos encuentra.

Y ya no hay vuelta atrás benditos o malditos tenemos que hacernos cargo y lanzarnos a recorrer el mundo de nuestra nueva vida.

¿Pero que pasa antes de que nos hagamos cargo de nuestro nuevo Yo? ¿Donde quedan las heridas del pasado? ¿Que pasa con aquello y aquellos que dejamos atrás? ¿Quien soy ahora?

Esta es la historia de Manu. Un tipo común, demasiado inteligente, demasiado único, demasiado especial.
Un bendito por naturaleza y maldito por destino.

¿Que buscamos cuando no buscamos nada? ¿Qué nos encuentra cuando solo esperamos?

Y ahí nos preguntamos ¿Cómo llegamos hasta aquí?
Pues ahí están las respuestas de un destino nos busca... y nos encuentra.  


" Sabio, lleno y solo" Mi primera novela