Q VES CUANDO NO VES?

Q VES CUANDO NO VES?

jueves, 2 de octubre de 2014

Medusa y la 31.



Aunque con cierta vergüenza, debo confesar que de niño era un tanto asustadizo. Quizás demasiado. No lo sé, era algo parecido esos gorriones citadinos que escapan al mínimo movimiento amenazante.
 Acaso porque mi cabeza siempre andaba excesivamente perdida por mundos de improbables fantasías o por mi inquietud de chiquilín eléctrico. Lo cierto es que con una facilidad asombrosa andaba  saltando de un susto al otro tanto como de charco en charco.
Veía una película sobre tiburones, pirañas o cualquier otro bicharraco con dientes  en el agua, y adiós a los chapuzones por más calor que hiciese. Entre dedos espiaba alguna película de terror, fin a las noches de diez horas en continuado pegado a la almohada. Perros rabiosos, payasos, hombres lobo y Draculas, juntos  a la bolsa de mis temores. Todo haciéndome tiritar entre las sabanas, huir al baño a escondidas para prender  luces y, porque no, ciertas escapadas nocturnas a la cama de los viejos.
Pero también así como llegaban, se iban. Como un tren de estación en estación.
 Cada espanto me duraba un tiempito y al rato volvía a ser ese “demonio inmanejable” que la mayoría que me conoce recuerda con nostalgia. Claro, hasta que llegaba un nuevo espanto.
 Así disfrute de mis mejores años, entre terrores propios y diabluras a ajenos.
  Hasta que llego ella   “Medusa, la Gorgona”. Y entonces quede pasmado. Aterrado. Tan impresionado  como nunca antes lo había estado en mi fértil vida de cobarde. 
 No sé cuando, ni como y menos donde pasó. No estoy seguro de sí fue en un cine en alguna matiné de varias películas en el barrio o en algún libro perdido por mi casa,  lo cierto es que esas serpientes verdes y amarillas zigzagueando en compas cadencioso, esos dientes afilados chorreando veneno espeso, esa cara  pálida. Fría,  muerta y peligrosa.  Esa mirada que helaba en rocas, Ella, la Gorgona,  jamás se me borro y como un yerro quedó grabada en espectro perenne. Hasta me animaría a certificar, no sin alguna timidez, que aun hoy algún pelo de mi cuerpo se eriza retraído ver su figura en cualquier película clase “b” del cine o de la televisión. Quien conozca el cuento me entenderá.
Y crecí con aquello escondiéndose atento en mi interior.
Pero ella esperó.

Para apurar, tomé el ferrocarril San Martin y me dirigí a la terminal de Retiro. Cargaba liviano para un viaje de pocos días. Un pequeño bolso, alguna muda de ropa de urgencia y como siempre con algunos míseros pesos en la billetera rala. Acomodé mi viejo teléfono casi a cuerda, me senté y esperé paciente mientras observaba como el gusano merodeaba por entre las entrañas de una cuidad definitivamente perdida.
Ver todo con ojo de niños es una de las ventajas de ser un intruso. Así que casi ensimismado en un paisaje ajeno, y antes de darme cuenta ya estaba en la estación.
Con tiempo por demás, ya que como contaba soy un extraño en las vías, el tren me sorprendió en su rapidez y me dejó holgado en horas.
Caminé como un idiota feliz entre la variopinta muchedumbre cabizbaja y de pronto, unos metros antes de entrar a la terminal, justo al costadito, apareció el espectro. Enorme, con sus mil cabezas enmarañadas centelleando su furia silenciosa, y mirándome fijo. La mismísima Medusa. Si, la que te hiela la sangre y te deja de piedra antes de que siquiera puedas escapar. La del mito.
Demás está decir que yo, como casi todos, giré y me puse de espaldas. No sea que me convirtiese en granito. Pero algo me atrajo, quizás un extraño y viciado canto enfermizo de alguna tramposa sirena varada. Pero como Ulises en sus viajes, hechizado volví sobre mis pasos.
Medusa, La Gorgona de largos cabellos letales encarnada en villa treinta y uno, barrio carenciado, o como sea que le digan ahora. Las leyendas cambian de forma no de nombre. Y me llamaba, me invitaba a probar mi pequeño coraje de burgués acomodado. Después de todo, no soy más que eso. Fuera de la sagrada zona de confort solo soy un hombrecito asustado.
Como contaba me quede fijo. Quieto, observando los intricados pasadizos, los intrincados caminos oscuros que serpenteando se internaban mas allá de lo que podía ver. Miles de serpientes, miles de senderos enmarañados enrulándose en una profundidad insondable. Ella la de ojos ya no azules centellando en la entrada de multicolores baratijas girando locas y de oferta.
 Petrificado quedé un tiempo escuchando ese sonido raro y a la vez molesto de organitos baratos mezclado con platillos monocordes  que surgía de su garganta, y que sí bien no era ese chirrido que recordaba de todas formas me causaba ese mismo efecto de disgusto incomodo.
Frente a mí, la vieja Medusa. Invitándome a deshacer mis temores,  a explorarla, a quedar petrificado en piedra. A darle la espalda o enfrentarla.
Como un Perseo del subdesarrollo, sin escudo ni espada, tomé valor y me metí en sus fauces.
 Di mis primero pasos y aunque un escozor helado surcó mi espinazo mientras metía mis pies en el barro de sus hebras, entré en ella. Y la camine por dentro, aunque idiota pero no estupido también tomé recaudos.
El  atajo principal, de paredes agobiantes con asfixia rancia y pintura escasa, no me intimidó. De todas formas en la nuca comencé a sentir las miradas amarillas hacia el intruso sospechoso. Observé las cuerdas vocales del monstruo en incontables cables ilegales yendo de un punto improbable hacía uno inexistente. Todo embrollado en cinta adhesiva despegada. Algunos pibes, victimas del mito, devenidos en duras estatuas de ojos ciegos. Más de ese sonido a platillos. Bullicio a recreo, alguna pelea con olor a alcohol, insultos perdidos, y amabilidad de abuela. Olor a sopa, a ajo rancio, y humo de aguas hirviendo. Pelotas desgajadas, patas sucias al frío, risas sin dientes  y guardapolvos extrañamente blancos. Mocos a destajo, rostros ajados de trabajo madrugado, caras escondidas en gorritas de béisbol, imágenes de un lejano altiplano y una danzante jerga indígena. Más efigies, algunos juguetes olvidados por sus primeros dueños y gente. Caminando y apareciendo. Todo un mundo dentro de la vieja fábula griega. Cruces, merca y cantos.     
Y seguí a lo profundo de la bestia, doblando demasiado.
De  a poco fui venciendo mis propios escrúpulos y tomando una insensata audacia. Los rulos de los reptiles, ahora ya no brillaban. Se movían, giraban locamente en cualquier dirección y hasta parecían cambiar de formas. Desaparecían, se encerraban y volvían a aparecer. Las cabezas me miraban, atentas, pero solo eso.  Por doquier mechones de pasto en sintonía con bolsas de nylon sucio y latas oxidadas abolladas. Barro, bosta, tapitas y una mujer barriendo. Caminé hasta que me dí cuenta que estaba perdido, que ansioso en mi nuevo rol de titán el rumbo yacía fuera de mi mapa.
- ¿Che como salgo de acá? -Le dije disimulando miedo a un prolijo pero duro pibe.
Pero nada. Hermético ni me miro y siguió fijo en una bola sucia que se inflaba y desinflaba. Y es allí donde comencé a preocuparme. El tiempo ya no me sobraba y las paredes comenzaron a aproximarse entre ellas de manera peligrosa. Y más sonidos chillones, y más aromas desconocidos.
Unos metros dentro del naciente túnel, me acerque a un grupito en juerga de cerveza bajo una lámpara cansada, pero tampoco contestaron. Supongo que ni me vieron, sospecharon, o ni se preocuparon en veme. Y la intranquilidad me revolvió el alma. ¿Perdido? ¿Tragado? ¿Desaparecido?, ¿o solo otro bobo olvidado con aires de héroe que se creía con calle? En todo caso una suerte de scout defectuoso.
Para mi fortuna una señora gordita, oscura y cordial como la mismísima tierra, surgió de la nada y después de un par de advertencias como “no dobles allá o cuidado con esos” me puso en la ruta y rumbo a las olvidadas estrellas por venir. Entonces con la mira enfocada, esquivé un par de bandada tras un balón, eludí los peligros advertidos y salí.

Sentado en el césped provincial, bajo unos astros relegados hace tiempo. En soledad de todo, y mientras mi mundo dormía en paz, imaginariamente volví. Y la entendí.
Ella esta.
Porque por más lo intentemos con escudos que reflejan su imagen, con autos de insondables vidrios negros para no ver y no ser vistos, zapatillas aladas en pipas o tiras, apatía, espadas sacras o bastones policiales. Aunque le demos la espalda para no mirar o quedemos petrificados antes su mirada. Medusa esta.
La villana, ultrajada por Poseidón y castigada por la masculinidad eterna. La horripilante  criatura de mil ojos creada por los dioses. Aquella que viajeros, guerreros o simples ciudadanos prefieren evitar. Ella persiste encarnada en villa. 
Atenta, esperando, con el seseo de sus caminos o el brillo de sus fuegos. Como siempre espera. Solo por una razón. Para espantarnos, hacernos escapar o puramente para convertirnos en roca. En una fría, lejana, y simple roca.
Después de todo, solo somos pequeños hombrecitos asustados y eso… eso da miedo. 






Q´ ves cuando no ves? 


 
    

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