Aunque con cierta vergüenza, debo
confesar que de niño era un tanto asustadizo. Quizás demasiado. No lo sé, era algo
parecido esos gorriones citadinos que escapan al mínimo movimiento amenazante.
Acaso
porque mi cabeza siempre andaba excesivamente perdida por mundos de improbables
fantasías o por mi inquietud de chiquilín eléctrico. Lo cierto es que con una
facilidad asombrosa andaba saltando de
un susto al otro tanto como de charco en charco.
Veía una película sobre tiburones,
pirañas o cualquier otro bicharraco con dientes en el agua, y adiós a los chapuzones por más
calor que hiciese. Entre dedos espiaba alguna película de terror, fin a las
noches de diez horas en continuado pegado a la almohada. Perros rabiosos,
payasos, hombres lobo y Draculas, juntos a la bolsa de mis temores. Todo haciéndome
tiritar entre las sabanas, huir al baño a escondidas para prender luces y, porque no, ciertas escapadas
nocturnas a la cama de los viejos.
Pero también así como llegaban, se iban.
Como un tren de estación en estación.
Cada
espanto me duraba un tiempito y al rato volvía a ser ese “demonio inmanejable” que
la mayoría que me conoce recuerda con nostalgia. Claro, hasta que llegaba un
nuevo espanto.
Así disfrute de mis mejores años, entre
terrores propios y diabluras a ajenos.
Hasta que llego ella “Medusa, la Gorgona”. Y entonces quede
pasmado. Aterrado. Tan impresionado como
nunca antes lo había estado en mi fértil vida de cobarde.
No
sé cuando, ni como y menos donde pasó. No estoy seguro de sí fue en un cine en
alguna matiné de varias películas en el barrio o en algún libro perdido por mi
casa, lo cierto es que esas serpientes verdes
y amarillas zigzagueando en compas cadencioso, esos dientes afilados chorreando
veneno espeso, esa cara pálida.
Fría, muerta y peligrosa. Esa mirada que helaba en rocas, Ella, la Gorgona, jamás se me borro y como un yerro quedó
grabada en espectro perenne. Hasta me animaría a certificar, no sin alguna timidez,
que aun hoy algún pelo de mi cuerpo se eriza retraído ver su figura en
cualquier película clase “b” del cine o de la televisión. Quien conozca el
cuento me entenderá.
Y crecí con aquello escondiéndose atento
en mi interior.
Pero ella esperó.
Para apurar, tomé el ferrocarril San
Martin y me dirigí a la terminal de Retiro. Cargaba liviano para un viaje de
pocos días. Un pequeño bolso, alguna muda de ropa de urgencia y como siempre
con algunos míseros pesos en la billetera rala. Acomodé mi viejo teléfono casi
a cuerda, me senté y esperé paciente mientras observaba como el gusano
merodeaba por entre las entrañas de una cuidad definitivamente perdida.
Ver todo con ojo de niños es una de las
ventajas de ser un intruso. Así que casi ensimismado en un paisaje ajeno, y
antes de darme cuenta ya estaba en la estación.
Con tiempo por demás, ya que como
contaba soy un extraño en las vías, el tren me sorprendió en su rapidez y me
dejó holgado en horas.
Caminé como un idiota feliz entre la variopinta
muchedumbre cabizbaja y de pronto, unos metros antes de entrar a la terminal,
justo al costadito, apareció el espectro. Enorme, con sus mil cabezas
enmarañadas centelleando su furia silenciosa, y mirándome fijo. La mismísima
Medusa. Si, la que te hiela la sangre y te deja de piedra antes de que siquiera
puedas escapar. La del mito.
Demás está decir que yo, como casi
todos, giré y me puse de espaldas. No sea que me convirtiese en granito. Pero
algo me atrajo, quizás un extraño y viciado canto enfermizo de alguna tramposa
sirena varada. Pero como Ulises en sus viajes, hechizado volví sobre mis pasos.
Medusa, La Gorgona de largos cabellos
letales encarnada en villa treinta y uno, barrio carenciado, o como sea que le
digan ahora. Las leyendas cambian de forma no de nombre. Y me llamaba, me
invitaba a probar mi pequeño coraje de burgués acomodado. Después de todo, no
soy más que eso. Fuera de la sagrada zona de confort solo soy un hombrecito
asustado.
Como contaba me quede fijo. Quieto,
observando los intricados pasadizos, los intrincados caminos oscuros que
serpenteando se internaban mas allá de lo que podía ver. Miles de serpientes,
miles de senderos enmarañados enrulándose en una profundidad insondable. Ella la
de ojos ya no azules centellando en la entrada de multicolores baratijas
girando locas y de oferta.
Petrificado quedé un tiempo escuchando ese
sonido raro y a la vez molesto de organitos baratos mezclado con platillos
monocordes que surgía de su garganta, y
que sí bien no era ese chirrido que recordaba de todas formas me causaba ese
mismo efecto de disgusto incomodo.
Frente a mí, la vieja Medusa. Invitándome
a deshacer mis temores, a explorarla, a quedar
petrificado en piedra. A darle la espalda o enfrentarla.
Como un Perseo del subdesarrollo, sin
escudo ni espada, tomé valor y me metí en sus fauces.
Di mis primero pasos y aunque un escozor
helado surcó mi espinazo mientras metía mis pies en el barro de sus hebras,
entré en ella. Y la camine por dentro, aunque idiota pero no estupido también
tomé recaudos.
El atajo principal, de paredes agobiantes con asfixia
rancia y pintura escasa, no me intimidó. De todas formas en la nuca comencé a
sentir las miradas amarillas hacia el intruso sospechoso. Observé las cuerdas
vocales del monstruo en incontables cables ilegales yendo de un punto
improbable hacía uno inexistente. Todo embrollado en cinta adhesiva despegada.
Algunos pibes, victimas del mito, devenidos en duras estatuas de ojos ciegos.
Más de ese sonido a platillos. Bullicio a recreo, alguna pelea con olor a
alcohol, insultos perdidos, y amabilidad de abuela. Olor a sopa, a ajo rancio,
y humo de aguas hirviendo. Pelotas desgajadas, patas sucias al frío, risas sin
dientes y guardapolvos extrañamente
blancos. Mocos a destajo, rostros ajados de trabajo madrugado, caras escondidas
en gorritas de béisbol, imágenes de un lejano altiplano y una danzante jerga
indígena. Más efigies, algunos juguetes olvidados por sus primeros dueños y
gente. Caminando y apareciendo. Todo un mundo dentro de la vieja fábula griega.
Cruces, merca y cantos.
Y seguí a lo profundo de la bestia, doblando
demasiado.
De a poco fui venciendo mis propios escrúpulos y
tomando una insensata audacia. Los rulos de los reptiles, ahora ya no brillaban.
Se movían, giraban locamente en cualquier dirección y hasta parecían cambiar de
formas. Desaparecían, se encerraban y volvían a aparecer. Las cabezas me
miraban, atentas, pero solo eso. Por
doquier mechones de pasto en sintonía con bolsas de nylon sucio y latas
oxidadas abolladas. Barro, bosta, tapitas y una mujer barriendo. Caminé hasta
que me dí cuenta que estaba perdido, que ansioso en mi nuevo rol de titán el
rumbo yacía fuera de mi mapa.
- ¿Che como salgo de acá? -Le dije disimulando
miedo a un prolijo pero duro pibe.
Pero nada. Hermético ni me miro y siguió
fijo en una bola sucia que se inflaba y desinflaba. Y es allí donde comencé a
preocuparme. El tiempo ya no me sobraba y las paredes comenzaron a aproximarse
entre ellas de manera peligrosa. Y más sonidos chillones, y más aromas
desconocidos.
Unos metros dentro del naciente túnel,
me acerque a un grupito en juerga de cerveza bajo una lámpara cansada, pero
tampoco contestaron. Supongo que ni me vieron, sospecharon, o ni se preocuparon
en veme. Y la intranquilidad me revolvió el alma. ¿Perdido? ¿Tragado?
¿Desaparecido?, ¿o solo otro bobo olvidado con aires de héroe que se creía con
calle? En todo caso una suerte de scout defectuoso.
Para mi fortuna una señora gordita,
oscura y cordial como la mismísima tierra, surgió de la nada y después de un
par de advertencias como “no dobles allá o cuidado con esos” me puso en la ruta
y rumbo a las olvidadas estrellas por venir. Entonces con la mira enfocada, esquivé
un par de bandada tras un balón, eludí los peligros advertidos y salí.
Sentado en el césped provincial, bajo
unos astros relegados hace tiempo. En soledad de todo, y mientras mi mundo
dormía en paz, imaginariamente volví. Y la entendí.
Ella esta.
Porque por más lo intentemos con escudos
que reflejan su imagen, con autos de insondables vidrios negros para no ver y
no ser vistos, zapatillas aladas en pipas o tiras, apatía, espadas sacras o
bastones policiales. Aunque le demos la espalda para no mirar o quedemos
petrificados antes su mirada. Medusa esta.
La villana, ultrajada por Poseidón y
castigada por la masculinidad eterna. La horripilante criatura de mil ojos creada por los dioses.
Aquella que viajeros, guerreros o simples ciudadanos prefieren evitar. Ella persiste
encarnada en villa.
Atenta, esperando, con el seseo de sus
caminos o el brillo de sus fuegos. Como siempre espera. Solo por una razón.
Para espantarnos, hacernos escapar o puramente para convertirnos en roca. En
una fría, lejana, y simple roca.
Después de todo, solo somos pequeños
hombrecitos asustados y eso… eso da miedo.
Q´ ves cuando no ves?
No hay comentarios:
Publicar un comentario